Literatura

Literatura

Las sonrisas

La Razón
La RazónLa Razón

He pasado unas horas en un psiquiátrico. A Juan, desde niño, se le aparece un fantasma con una sábana berenjena. Le roba los lápices de colores que no tiene. Juan se ríe de su tragedia. Sus lápices se los roba un fantasma antes de que sean lápices. Julián está enamorado de una profesora de inglés que no sabe inglés. Pero sabe perdonar la ignorancia de su maestra, porque Julián se siente muy bien donde está y no quiere viajar a tierras extrañas en las que se habla el inglés. Pero su drama se sintetiza en un desdén insoportable. Su profesora de inglés que no sabe inglés renuncia a su amor. Según Julián, que tiene un novio, y que si al novio se le ocurre pasar por ahí, no queda del novio ni la piel del pescuezo, pero ella no es la culpable de su tristeza, sino su diosa maravillosa, y aquí se pone Julián un poco cursi, su cisne. El culpable es el novio, que por las noches se convierte en mono y mueve las ramas del árbol más cercano a la habitación de Julián. A Julián le parece que el novio que le roba su amor podría tener algo más de educación. Y cuando lo dice, sonríe, aunque a duras penas.

Ceferino es Pedro. Se enfurece cuando le llaman Ceferino, que es su nombre de pila. Sucede que antes de nacer, Ceferino le pidió a su madre que lo llamaran Pedro, pero su madre no le oyó. Me ha contado Pedro, con toda suerte de detalles, que el día de su bautizo, cuando el sacerdote vertió sobre su cabeza el agua bendita y le impuso el nombre de Ceferino, decidió romper sus relaciones con su madre, la sorda, que no oyó o no quiso oir su ruego cuando aún no había nacido. Pedro no sonríe. Es el único del grupo que ni aplaude ni celebra los discursos de Miguel, el domador de árboles. Los árboles del jardín son de Miguel. En los días calurosos del verano, Miguel ordena a sus árboles que ofrezcan su sombra a sus compañeros. Los árboles se resisten, pero Miguel termina por convencerlos. Lo hace contándoles historias que recuerda de su niñez. Lo que no recuerda es su niñez, pero ese dato carece de importancia. Se lo pasan tan estupendamente bien los árboles con las historias de Miguel que terminan cediendo y regalan su sombra a los internos que sonríen. Pedro no se somete y no tiene derecho a la sombra. Pero hay un árbol que no es de Miguel. Se trata de un inmenso cedro, tan grande que no tiene dueño. Y en la sombra del cedro se refugia y refresca Pedro mientras sus compañeros ríen bajo un magnolio los cuentos que canta, porque los canta, Miguel, el que no tuvo niñez. Entre los que ríen los cuentos de Miguel está Manuel, que se atreve a llamar Ceferino a Pedro, y no terminan a trompazos porque llegan los enfermeros y ponen un poco de orden. Manuel sonríe y Pedro lanza fuegos y metrallas desde sus ojos.

Así un día y otro, y los que vendrán y los que pasaron. Sanz, el emperador, es el primero en el comedor. Hasta que Sanz no prueba la comida, nadie se atreve a llevar la cuchara a la boca. A Sanz no se le conoce el nombre de pila, porque su rango de emperador lo impide. Concede títulos nobiliarios y reparte territorios de la Vieja Castilla. Miguel, gracias al emperador Sanz, es el nuevo dueño de los predios de Falces y de las riberas del Arlanza. Pedro le ha pedido un condado, pero el emperador Sanz le ha puesto por condición que vuelva a llamarse Ceferino, porque los condes no cambian de nombre. Y así viven, sonríen, se encrespan y duermen. No son locos. Son ellos. Y no están locos. Están en sus ritmos, amores y odios. Como nosotros, más o menos.