Crítica de cine
Serpientes caracoles y caballos por Andrés ABERASTURI
Reconozcamos que somos pintorescos: cuando nos cuentan que pocos remedios mejores que la orina de uno mismo para tantas cosas, achicamos los ojos, fruncimos el ceño y arrugamos la boca. Y lo más curioso es que parece absolutamente cierto que ése es una magnífica solución en muchas ocasiones. Vale, pues nosotros, tan finos, nos entregamos con una pasión inusitada a la grasaza de ballena en los cosméticos –algo ya antiguo por desgracia para las ballenas– pero, sobre todo, cada temporada aparece un «descubrimiento nuevo» que pone patas arriba durante unos meses la ley de la oferta y la demanda hasta que, poco a poco, el «milagro» va cayendo en el olvido para dar paso a otro nuevo. Hay dos clases de milagro: el tonto limpio (tipo pulsera antirreumática o la mas reciente del equilibro) y el tonto guarro o sus cercanías: la baba de caracol, que resulta verdaderamente asquerosa, el veneno de serpiente que te deja la cara tiesa –imagino que porque te la paraliza– y lo último de lo último: el champú para caballos que es que yo creo que ya hay hasta un mercado negro porque en la tiendas de ramo tenían agotadas las existencias; no sólo te limpia que da gloria, sino que es hasta posible que te salgan nuevos pelos –o nuevas crines, que nunca se sabe– y hasta se puede hacer literal lo que hasta hoy era sólo una imagen: la cola de caballo. Entra el caracol, la serpiente y el caballo, el día menos pensado en lugar de ir a dormir a casa, no iremos a pasar la noche en el zoo como la cosa más natural de mundo. En fin.
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