Sevilla

Los pensionados

La Razón
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La revista satírica «The Onion» informa del nuevo récord registrado en el Congreso de los Estados Unidos: «El becario Mark Leitman tardó sólo 6 minutos y 41 segundos en quedar hondamente defraudado por todos los políticos». La crónica incluye esta declaración del recordman: «Ni siquiera tuve tiempo para presentarme cuando ya me habían demostrado la desvergüenza con que ponen sus intereses por encima de los de sus votantes». El desdén al gremio político –llamarlo «clase política» es una memez– forma parte del repertorio clásico de humoristas y comentaristas demagogos (no es fácil distinguir a los segundos de los primeros). Los profetas denuncian la endogamia política como la nueva plaga que extermina ganados y devasta cultivos, la úlcera que dilapida la sangre del pueblo egipcio. Aunque Barack Obama lo olvidó pronto, una de las promesas que entusiasmó a sus votantes en 2008 fue «cambiar Washington», reformar el sistema, airearlo, limpiarlo desde dentro. España no es ajena a esta corriente, más bien empieza a ser punta de lanza. El desafecto por los profesionales de la política –«desafección», que diría erróneamente Montilla– es una de las vetas que más claramente se perciben en el cuadro de opinión pública que reflejan las encuestas. Los partidos políticos, por supervivencia, van a jugar a hacerse ellos mismos altavoz, abanderado, de ese rechazo social a los «privilegios» políticos, qué paradoja. El sónar de la prospección electoral ha detectado la bolsa de petróleo. Hasta ayer, sólo Unión Progreso y Democracia defendía que el diputado cotizara en idénticas condiciones a cualquier otro trabajador, aunque en puridad no lo sea porque carece de empleador y también de nómina. Ahora Bono, Rajoy y José Blanco compiten por colgarse la medalla de haber dado matarile a este cordero. Cada vez que se planteó el asunto en estos últimos meses, todos cerraron filas en defensa de los beneficios que ellos mismos parieron. Alegaron, con razón, que se hacía demagogia y se falseaban los hechos presentando a sus señorías como gente desahogada con salario vitalicio, pensión máxima, coche oficial, podólogo en el despacho, mayordomo en casa y mansión en las Bahamas. Es verdad que se hizo mucha demagogia, tan verdad como que la idea del abuso ha calado. Sólo hay que asomarse a los foros de los diarios digitales –extensos humedales donde conviven pelícanos y cocodrilos– u ojear los mensajes de móvil que reciben los programas de televisión –versión moderna de las pintadas en los inodoros públicos– para comprobar hasta qué punto el desprecio manda. Ahora los estadistas buscan la fórmula que revierta el desafecto en votos; ahora todos predican la reforma del sistema con la misma vehemencia con que antes predicaron que no había razones para tocarlo. Rajoy enseñó en Sevilla la punta naranja de la zanahoria –«¡ole tus narices, Mariano!», debió pensar que el pueblo llano exclamaría– para alumbrar, reculando, un vistoso reclamo electoral. El pueblo llano es viejo y resabiado, por eso ya no exclama. Tal vez Aznar, con su verbo suelto, le llamaría a esto transformismo.