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Una seña por Cristina LÓPEZ SCHLICHTING

La Razón
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Sólo se puede hablar de lo que se conoce y, desde luego, Karol Wojtyla sabía de lo que hablaba y escribía. Europa central era, en 1920, el triple fruto de la disolución del Imperio Austrohúngaro, la industrialización y las revoluciones. Pues bien, el futuro Papa fue hijo de un oficial del Imperio, obrero en una cantera y víctima polaca de los totalitarismos. Combatió con las mismas armas que Solzhenitsyn –otro emblema del siglo–, el arte y la literatura. Se enroló en la resistencia contra los alemanes como actor y, posteriormente, en la resistencia contra los rusos, haciendo la tesis sobre San Juan de la Cruz. Por eso entendió el cine, el teatro y el arte moderno, y trabó amistad con cantantes como Bono, de U2.
Por otra parte, el siglo XX no se entiende sin una vindicación del cuerpo, de lo físico. Wojtyla rezaba como nadie, pero además subía montañas y navegaba en piragua. Disfrutaba con el deporte y concedía un importante papel a la sexualidad conyugal. Su trabajo con las familias polacas le permitió revolucionar el concepto católico de la entrega corporal, que difundió a través del Instituto Juan Pablo II para la Familia. Criado con judíos polacos, era naturalmente ecuménico. Comprendía la filiación universal de los hombres y su búsqueda común de Dios y lo dejó claro en Asís, en el gesto magnífico de rezar junto al mundo entero.
Era un gran divulgador, con un enorme sentido del humor, pero este apresurado elenco quedaría cojo si nosotras no le reconociésemos un imprescindible papel en la vindicación de la mujer, otro asunto nodal del siglo XX.


Cristina López Schlichting