Ministerio de Justicia

Caamaño y el enfermo feliz

La Razón
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Leo las crónicas de la semana pasada sobre la elección del nuevo presidente del Tribunal Constitucional y concluyo que, aunque me pese, las cosas inevitablemente son así. Se da por descontado que sólo cabe la lógica política. Es la crónica de los antecedentes felipistas del nuevo Presidente, de la complacencia gubernamental tras su nombramiento, de que le apoyaron los magistrados elegidos por el PSOE o cómo queda el reparto de poder en el Tribunal.

Pero la crónica de estos quince días dejó otras noticias. Tras la condena por prevaricación de Trinidad Rollán –número dos del Partido Socialista madrileño–, aflora de nuevo la actitud de cierta clase política hacia la Justicia. Vayan dos muestras. Según Tomás Gómez, secretario general del PSOE madrileño, lo que esa sentencia condena –y lo hace a ocho años de inhabilitación– no es más que «un error administrativo»; y si se sube de nivel, el Secretario de Organización del PSOE afirma que «no hay ninguna sospecha de corrupción» porque se ha condenado sólo un problema «administrativo». Conclusión: como si no existiese la condena.

Y otro episodio más de estos días. Conocimos las sentencias del Tribunal Supremo que desbaratan el modelo lingüístico catalán en la enseñanza. Dice el Supremo que ignora la cooficialidad al imponer el catalán como lengua vehicular, dejando al castellano en la marginalidad; además esas sentencias invocan la doctrina del Tribunal Constitucional que censuró en este punto al Estatuto catalán. Pues bien, el vicepresidente primero del Gobierno afirma que no cuestionan tal modelo lingüístico. Conclusión: como si no existiesen esas sentencias, ni las del Supremo ni la del Constitucional.

Si esos ejemplos de apenas diez días se unen a las amenazas al Tribunal Constitucional antes de conocerse su sentencia sobre el Estatuto o los insultos al Tribunal Supremo por inculpar a Garzón, la conclusión es que vamos muy mal. Aunque la historia viene de largo. Recuérdese aquel aquelarre a las puertas de la cárcel de Guadalajara para vitorear a Barrionuevo y Vera que entraban en prisión. Fueron condenados por unos crímenes gravísimos pero allí, a pie de cárcel, los aplaudían ex ministros, diputados, altos cargos autonómicos y militantes. Quedó clara qué actitud se profesa hacia la Justicia que contraría intereses políticos. A partir de esto las consecuencias vienen en cadena porque si así son las cosas, si al amigo delincuente se le vitorea, ¿qué autoridad moral tiene el Estado, por ejemplo, para perseguir la apología y ensalzamiento del terrorismo?, ¿qué autoridad se reconoce a los tribunales, al Estado de Derecho?

Pero la crónica de estos días tiene su guinda, lo que da sentido a tanto desvarío. Según leo, el pasado día 18 el ministro de Justicia afirmó que «la única fuente de moral es la ley que propone el Gobierno y aprueba el Parlamento».Todo cuadra. Tengo una buena opinión de Caamaño; con diferencia es el mejor ministro de Justicia desde 2004 y ha sabido rodearse de un buen equipo. Pero todo se tambalea al pertenecer a un gobierno promotor de una ley aberrante, injusta, como es la del aborto. Que se identifique con tamaña degeneración da mucho para pensar sobre el oficio de jurista, el Derecho y el poder.

Hace poco citaba un escrito en el que el Abogado del Estado defendía para el Estado un «sano relativismo» por el que no tiene que pedir perdón. Lamentablemente confundía neutralidad con relativismo; Caamaño lo confirma y añade más confusión: legitimidad formal con moralidad. Si Gobierno y Parlamento son las únicas fuentes de moralidad habrá que preguntarse qué es realmente uno y qué es otro. Si es como dice Caamaño resultará que el juicio de moralidad depende de la tendencia de voto o habrá que buscarlo en las ruedas de prensa tras el Consejo de Ministros; resultará que lo moral es lo que dictan esos lobbies y grupos mediáticos que tanto influyen en el poder, que depende de las familias ideológicas de cada partido o de lo que diga la Unión Europea o de los pactos con las minorías parlamentarias; resultará que la moral la hace Obama o el presidente chino, que, al exigir recortes del gasto, obligaron a tal o cual iniciativa de gobierno o resultará –paradoja– que la moral la dictan diputados con pensiones de privilegio o se forja en sesiones parlamentarias semidesiertas, etc.

Nuestra democracia está enferma, aunque para algunos felizmente enferma; podría sanar, cierto, pero los hay que sostienen que lo natural es esa enfermedad. Desde tan discutible bienestar, rechazada toda norma objetiva que discierna lo moral de lo inmoral, será un enfermo que tolerará al tirano –será el buen tirano– si es que llega democráticamente al poder; la politización de la Justicia –hija natural de la corrupción de lo jurídico– pasará de ser algo censurable a constituir el orden lógico de las cosas. Si el Derecho no tiene más fundamento que ese sano relativismo y la moral es lo que vocea el poder político, se corrompe el Derecho y el sentido de lo jurídico, luego lo natural es que los tribunales sean ilustres siseñores y, si se resisten, la conveniencia política queda legitimada para ignorarlos.