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Posología por María José Navarro

La Razón
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Creo que ya he contado con anterioridad que mi abuela era pastillera. Mi abuela Emilia, que así se llamaba esta mujer, gustaba de atizarse todo tipo de medicamento, sobre todo si era por vía oral y lo podía conseguir fácilmente en cualquier farmacia. Se tomaba de todo. Entiéndase cuando digo de todo: eran drogas, sí, aunque legales, porque se podían comprar a la luz del día y te las daba un licenciado en bata blanca, pero desde que nos dimos cuenta del apego, en la familia nos damos por aludidos cuando se habla de toxicomanías. El caso es que mi abuela iba acumulando botes, frascos, cápsulas. Para cualquier cosa que pudiera pasarte, siempre y cuando «fuera de poco», no tenía más que echarle el teléfono y te encontraba algo que pudiera aliviarte. La gran suerte de mi abuela es que jamás estuvo enferma, y cuando se puso mala se murió enseguida, después, claro, de provocarse un coma metabólico por culpa de la ingesta de unas pastillas confundidas. Tardó tiempo en morir, no se vayan a pensar. Volvió del coma y lo hizo con mono. Aún recordarán los médicos aquellos pescozones. A lo que vamos. La mayoría de las medicinas que tenemos en nuestras casas es para eso mismo, para aliviar, más que para curar. Ahí es precisamente donde va a atizar a saco el copago que entra en vigor este domingo y que una no vería del todo mal si excluyera a los niños, a los ancianos y cargara la cuenta a todos esos gestores administrativos a los que les es dificilísimo aligerar el gasto de las capas políticas. Ahorro sí, claro, por supuesto. Pero no a cargo de los de siempre. Están pasándose de dosis.