Aragón

A Enrique

La Razón
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Burgos, la bellísima ciudad castellana, tiene un inconveniente. Su escaso respeto a la moderación en su clima. Inviernos gélidos y veranos tórridos. Así es la Castilla Alta, también La Vieja. Ignoro si Huguet, Puigcercós y demás animalistas han tenido la suerte de visitarla y disfrutarla. A la capital y su provincia, joya del románico y el gótico, ribera del Duero y Ebro recién nacido. Ése, el Ebro, el Íbero, al que Huguet, Puigcercós y demás animalistas le dicen «río catalán que nace en el País vecino». Que nace y crece un poquito. Cantabria, Castilla, Vascongadas, Navarra, La Rioja, Aragón… Un nacimiento muy largo, de muchos centenares de kilómetros. En Quintanilla de Escalada, norte de Burgos, el Ebro se muestra ya como un gran río, poderoso y chulo. Y al sur el Duero, el Douro, el río de Oro, al que los portugueses llaman el «río común», el de todos, españoles y portugueses, agua compartida, como la del Tajo, porque en Portugal, que es nación de verdad, no hay animalistas como Huguet y Puigcercós. En fin, que en Burgos me hallaba.

En Burgos había una cárcel en tiempos del franquismo donde se encerraba a los hombres y a sus ideas. Aunque moleste a los socialistas y soliviante a los falangistas que mandan en la arruinada empresa que edita «El país», sólo dos movimientos ideológicos presentaron resistencia al régimen de Franco. Los monárquicos de Estoril y los comunistas. Los socialistas, como dijo el profesor Ramón Tamames, «cien años de honradez y cuarenta de vacaciones». El nacionalismo vasco se amparaba en el folclore y la «sogamuturra» y el catalán se aburría bailando sardanas. En aquellos tiempos, un donostiarra llamado Enrique Múgica Herzog militaba en el comunismo. Y pasó algunos años en la cárcel de Burgos. De Huguet, de Puigcercós y demás animalistas no se puede decir lo mismo. Estaban en la sardana.

Un joven comunista inteligente siempre evoluciona hacia la moderación, y Múgica voló al socialismo y posteriormente, la socialdemocracia. Fue ministro de Felipe González, y tuvo el valor de dispersar a los condenados por terrorismo. La ETA no se lo perdonó. Y en San Sebastián, con la cobardía y la perversidad acostumbradas, los etarras asesinaron a su hermano Fernando, un hombre ejemplar, entregado a las mejores causas, abierto, inteligente, simpático y, como los vascos auténticos, noble desde la planta de los pies hasta su ya resignada cabellera. El Gobierno de Aznar consideró que Múgica sería, por su sentido de la independencia y su rechazo a la sumisión, un buen Defensor del Pueblo, y sorprendió al PSOE, que se vio en la obligación de apoyar la idea de Aznar. Y lo ha sido hasta que ha dejado de serlo. No se esperaba de él otra cosa que no fuera trabajo, inteligencia y honestidad.

Su sucesora, con carácter eventual, ha recurrido ante el Constitucional la «Ley de Acogida de Inmigrantes» aprobada por los de la sardana y el de los olivares de Córdoba tocado de barretina. Y Huguet, Puigcercós y demás animalistas amantes de los toros embolados y ardidos, le han llamado a Múgica, que ya no está, «falangista» y «racista». Esta banda, además de analfabeta, resulta cretina. Como a Quevedo en San Marcos de León, a Múgica no se le ha escapado todavía la humedad de la cárcel de Burgos. Y estos botarates le llaman «falangista». A Enrique Múgica Herzog, un luchador por la libertad, agarrada a los barrotes de su celda mientras los necios presumían de antifranquistas bailando la sardana.