Crítica de libros
El árbol del filósofo
Gracias al calor, uno da en divagaciones varias y en preguntarse el porqué de las cosas, interrogaciones que tienen escaso ámbito cuando las prisas hacen mucho ruido, que las prisas hablan alto, como se hablaba en el Antiguo Testamento. Uno siente, en estos días de julio, la creativa pereza de preguntarse por las obviedades, después del festival pirotécnico del 40 aniversario de la llegada del hombre a la Luna. Ideas superpuestas y escurridizas, sensaciones diversas, y confusión entre lo urgente y lo importante es lo que predomina en este siglo de siglas que es el XXI. Olvidar las sorpresas, negarse a la admiración de las cosas corrientes, y vivir de espaldas al hecho de que para que de un grifo salga agua, fría o caliente, se necesitó un largo recorrido de ingenio, de física y de mecánica equivale a renunciar a la gratitud que se merecen los alquimistas y los emprendedores que nos precedieron. Muchas veces recuerdo lo que respondió Ferrater Mora cuando le pregunté qué era un filósofo, y puso el ejemplo de un árbol que para el biólogo es una especie animada, para el ecologista una joya, para el maderista un negocio, para el carpintero una materia moldeable, para el pirómano una obsesión, para el bombero un desafío, para el historiador un testimonio, para el artista un lienzo y, en fin, para el filósofo un resumen de todas esas miradas y una perplejidad a fin de cuentas.¿A dónde se dirige el personaje al que veo desde una terraza, el «friki» ataviado del joven que no es, disfrazado de turista de la época en que el bikini trajo la democracia a España, allá cuando Alfredo Landa y su género cinematográfico eran un sueño de suecas que sucedía al sueño de langostinos y pollos de «Carpanta» y de postguerra? ¿Realmente va a la playa en la ciudad sin mar? Zapeo en el teclado de los recuerdos varios, meditaciones vanas del estío, mientras las golondrinas bailan en el aire, y al tiempo que el Gobierno –y ya era hora– amenaza con irse de vacaciones, y la felicidad es una hermosa causa imposible. Andemos por las ramas del verano. Lo que queda es lo bueno. Odiemos los rencores a la sombra animada del árbol del filósofo, del amable paraje de Horacio o de Fray Luis.
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