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La mala vida (I)

La Razón
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Debiendo iniciar el relato sobre la prostitución en la Sevilla del Siglo de Oro por alguna parte, detengámonos en considerar que este sórdido mundillo está integrado por dos grupos muy distintos. El primero, el de quienes forman un sector organizado en torno a la mancebía; el segundo, el de aquellas mozcorras, zurronas, cantoneras y mundarias que, amparadas en las sombras confidentes, encubridoras de greñas y postillas, ofrecíanse como mercadería barata en La Barqueta, Las Hoyas de Tablada, Venta Negra, Atarazanas, Pajería, Muralla de las Barrancas, Huerta del Alamillo y la ribera derecha del Guadalquivir. Remontándonos a las leyes del reino, ya el fuero juzgo recoge una ordenanza de Recesvinto que impone 300 azotes, delante del pueblo, «a las mujeres del siglo, sean siervas o libres, si fuere probada por muchas vezes que reciben a muchos ommes sin vergüenza». En la Novísima Recopilación, una pragmática de 3 de mayo de 1566 castiga a «los maridos que por precio consintieran que las mujeres, sean malas de cuerpo o de otra manera, las induxesen a ello», disponiendo que les sean puestas las mismas penas que a los rufianes; que es, por la primera vez, vergüenza pública y diez años de galera, y por segunda, cien azotes y galera perpetua. Hasta que uno de los reyes más mujeriegos de nuestra historia, Felipe IV, por pragmática de 10 de febrero de 1623, manda que «de aquí adelante en ninguna ciudad, villa ni lugar de estos reinos se pueda permitir ni permita la mancebía donde mujeres ganen con sus cuerpos». Desde entonces (siglo XVII) se le hace a la ley el mismo caso que al chiquichanca del cortijo.