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«Las zapatillas de Bono» por José Luis Requero

De su criterio deduzco que se puede ser católico y que esa realidad radical, que debería dar sentido a toda la vida y alcanzar todas sus manifestaciones, convive con territorios francos, con zonas «tax free» en la vida del creyente

La Razón
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Si no fuese la tercera autoridad del Estado o fuese alguien sin relevancia ni proyección política y no se declarase católico, no haría este comentario. Hablo del presidente del Congreso de los Diputados, Bono. Acaba de decir dos cosas: que «la moral va por un lado y las ideas partidistas por otro» y que «las creencias no son trasladables a la política». Nada nuevo: los tópicos que desde la Ilustración insisten en que la fe debe confinarse en la intimidad, sin relevancia pública alguna. Lo relevante ahora es quien lo dice. Equipara la fe a los gustos culinarios o musicales; es lo más parecido a unas zapatillas: algo para andar por casa.

No creo necesario insistir en que la fe no es un «pegote» vital, ni una pose ni un adorno. Si la persona es una, las convicciones –o su ausencia– informan y orientan por entero su vida; no hay espacios muertos. Cosa distinta es respetar a quien piensa de otra forma o no imponer la fe, es decir, creer en la libertad y demostrarlo, pero esto nada tiene que ver con lo que afirma Bono. Él ha hecho pública profesión de incoherencia y, además, la encumbra como seña de identidad para el político.

De su criterio deduzco que se puede ser católico y que esa realidad radical, que debería dar sentido a toda la vida y alcanzar todas sus manifestaciones, convive con territorios francos, con zonas tax free en la vida del creyente. Sería una suerte de marido o esposa que se considerasen casados a ratos –a eso se le llama infidelidad– o que un hijo se considerase como tal a tiempo parcial: hay cosas que no admiten troceamientos y la fe es una. Al fin y al cabo si no informa la vida es inexistente: una fe sin obras es una fe muerta, y la idea no es precisamente mía.

Por más que repaso ejemplos no encuentro ninguno que avale la incoherencia como seña de identidad en la vida en general y en la pública en particular; ejemplos negativos los hay y muchos. Aprovechando el Año Paulino, no me imagino a San Pablo predicando por la mañana y persiguiendo cristianos por la tarde.«Quien no está conmigo está contra mí», luego no cabe mantener encendidas las famosas dos velas, a Dios y al Diablo. En política esto valdrá, pero la fe –si es sincera y seria– no admite chancullos.

No hay mejor ejemplo que el de vidas coherentes, máxime si se trata de personajes públicos. Le recomendaría a Bono la lectura de alguna biografía de Santo Tomás Moro, patrono de los políticos. Lord Canciller de Enrique VII. Su vida muestra lo atractivo y cautivador que resulta la coherencia: se identifica con valentía, autenticidad, lealtad, etc. no con doblez, hipocresía, cálculo, u otros desdoblamientos de la personalidad. Digo coherente, pero con la fe cristiana –de ella hablamos–, no con una fe tuneada. También le aconsejaría leer alguno de los documentos de la Iglesia que alientan el compromiso público de los católicos y hacen una llamada a la coherencia de los que se dedican a la política. No propugnan partidos o regímenes confesionales: recuerdan que la fe está para vivirla, también en la política.

Las cosas están claras y a estas alturas la incoherencia obedecería a la ignorancia. Pero cuando se proclama que fe y política son incompatibles –«las creencias no son trasladables a la política»– o que los partidos políticos son amorales –«la moral va por un lado y las ideas partidistas por otro»–, aparte de confirmar lo que no pocos sospechan y la prensa nos recuerda, más que ignorancia lo que quizás haya sea conveniencia. La coherencia con la fe no puede fastidiar la carrera ni las aspiraciones políticas. Para evitarlo se buscan coartadas o se acude a una fe de diseño, al gusto, plagada de «para mis» (para mí esto es bueno y aquello malo), mezcla explosiva de ignorancia y petulancia. Se explica así, por ejemplo, que alguno se declare cristiano y se siente cómodamente en un Consejo de Ministros que declara que es un derecho para la madre matar al hijo que espera.

Bono se declara cristiano, no sé si católico o protestante. Y pienso varias cosas. Una, que si sus planteamientos hubieran proliferado en los primeros siglos, los emperadores romanos se habrían ahorrado trabajo y mala prensa: el cristianismo habría sido una secta inofensiva perdida en los montes de Judea y sus miembros habrían compaginado sus ritos de catacumba con la asistencia al salvaje circo romano. Pero no hicieron caso a Bono y cambiaron el mundo. Segundo, que separar moral y política –causa de no pocas catástrofes– también se ha llevado a otros ámbitos, por ejemplo la economía. Que se pregunte por qué padecemos la crisis que padecemos. Y tercero, otro consejo bibliográfico. Ahora que el Congreso no tiene mucho trabajo, que aproveche y lea a alguien tan poco sospechoso de confesionalismo como Habermas. Encontrará interesantes y sinceros razonamientos de lo que aporta la fe al debate público –también a la política– y que las ideologías no dan.

 

*Magistrado