Sevilla

Los trenes de la vida

La vida sigue siendo lo que Shakespeare escribió: una historia de furor y ruido contada por un idiota

La Razón
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Todo hombre es un pobre hombre, a pesar de que le interese más un soneto de Quevedo que un discurso de Barack Obama. Sitiados y abrumados por un exceso de información, resulta difícil distinguir entre lo urgente y lo importante, mientras los despachos de agencia o la espontaneidad de los «blogs» cambian cada día el decorado del escenario, aunque la pieza que se representa sea siempre la misma, y que termina mal irremediablemente pese al paréntesis de la primavera en que siguen floreciendo los cerezos. La vida sigue siendo lo que Shakespeare escribió: una historia de furor y ruido contada por un idiota. Lo dice aún mejor un amigo mío, ágrafo excepto en el papeleo de su oficina, y filósofo de a pie: «En mi vida he visto pasar muchos trenes, y aquéllos a los que pretendí detener me arrollaron». Cuando se inventó el ferrocarril, sus detractores auguraban que, a treinta kilómetros por hora y encerrados en unos vagones para protegerse del humo y de la carbonilla, los viajeros habrían de sufrir angustiosos espasmos, vómitos y hasta los ojos se les saldrían de las órbitas por el efecto de la velocidad… Vivir es cuesta arriba en general, pese a que en el ser humano haya más elementos dignos de admiración que de desprecio. Ahora abres el periódico, pones la radio o enciendes el televisor y los responsables de la selección informativa han optado por acojonar al personal: crisis interminable especialmente dura en España (lo acaba de sentenciar Paul Krugman entre las buganvillas y las adelfas de Sevilla): cuatro millones y medio de parados antes de fín de año (lo dicen las Cajas de Ahorros); oleada de pobres niños inmigrantes en el hospitalario archipiélago canario, y, en fín, incremento espectacular de la llamada «delincuencia de necesidad», con robos de mantequilla en los comercios o atracos a ancianas cuya pensión no llega a los 400 euros. Dicen los viejos que hubo tiempos peores, y que la sociedad siempre sale adelante pese a soportar, hoy, la clase política menos presentable de las tres décadas de democracia. Es imposible parar el mundo y apearse: el tren siempre te arrolla. En Euskadi se advierte: «Si ganan los nuestros, perdemos nosotros».