Historia

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Manuel Azaña el político sin domesticar

La Razón
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Esa es la España que Azaña está describiendo, y esa es la idea que Azaña tiene de su país cuando en abril de 1931, la victoria de la coalición de republicanos y socialistas, en las elecciones municipales, le obliga a dejar la pluma e iniciar, ahora de verdad, una carrera política. Habiendo participado en las conspiraciones antimonárquicas, ocupa el cargo de ministro de la Guerra en el Gobierno provisional presidido por Niceto Alcalá Zamora, su antiguo compañero de pasantía en el bufete madrileño de principios de siglo. Alcalá Zamora ha seguido, por su parte, la carrera que le había sido trazada y, después de ser ministro de la monarquía, se encuentra ahora al frente de la Segunda República. Azaña ha llegado a las más altas responsabilidades políticas sin domesticar, como él mismo dice, sin cursar una carrera previa que lime un poco la aspereza del ideal y del carácter, sin haber contrastado el proyecto con la realidad. Del demonio tiene -lo dijo él mismo más tarde en un discurso célebre- la soberbia. (...)
Lo que de «nacional» tiene el proyecto republicano se manifestará en dos de las grandes líneas de la política de Azaña: el intento de forjar un Ejército nacional, según lo expuesto en su libro, desde el Ministerio de la Guerra, y la concesión del Estatuto a Cataluña que continúa y desarrolla el trabajo previo realizado por la Liga Regionalista y por los Gobiernos de Maura, Canalejas, Romanones y Dato. Y es que el Estatuto de Cataluña viene a solucionar no un problema estrictamente catalán, sino un problema de dimensiones españolas, el de la constitución de la nación. En esta política encajaba bien el nacionalismo catalán conservador, el catalanismo que Azaña no supo o no quiso tener por interlocutor durante estos años.
Un pálido reflejo
Él mismo hace suya la observación con la que a veces se ha querido despreciar la tradición de Castilla, según la cual los castellanos no tienen más guía, en la vida moral y política, que el Estado, mientras los catalanes prefirieron moverse en la zona más templada y amable de la vida social. Pero en el fondo no se cree el reparto de papeles así insinuado. De hecho, es muy consciente de que la República, por mucha amplitud que dé al Estatuto, no será nunca más que un pálido reflejo de lo que la Corona admitía tradicionalmente en materia de diversidad jurídica y autonomía política. En la actitud de Azaña ante el Estatuto de Cataluña, y a pesar de todo su entusiasmo -nada fingido- por la restauración de las antiguas libertades, hay siempre un poco de melancolía, como si se resignara de antemano a lo inevitable del futuro conflicto. En cualquier caso, a lo que sí se resigna es a tener por aliada al ala izquierda del catalanismo, es decir los mismos que a la caída de la Monarquía habían proclamado el Estat catalá desde el Palacio de la Generalidad. Poner punto final a la tradición centralista e intolerante de la política liberal es una fase más de la ruptura con la que Azaña pretende alejarse de la inconsistencia del liberalismo español. La República, que ampara con firmeza las libertades de Cataluña, será también un régimen «popular» y el «pueblo» será el principal apoyo del nuevo régimen. El «pueblo» al que Azaña convoca a la empresa monumental de hacer de España una nación -una nación de verdad, moderna y democrática- se traduce, en términos políticos, en la coalición de republicanos y socialistas, y en lo social en el conjunto de clases medias y trabajadores.
Lo que la República viene a cumplir es un objetivo de integración ya realizado en otros países europeos, como demostró la Primera Guerra Mundial. Lo peculiar del caso español es que esa integración es al mismo tiempo un instrumento, ya que es la base social y electoral del régimen, y un objetivo. Azaña quiere construir una nación moderna con unos materiales que sólo existirán como tales una vez cumplido ese proyecto nacional. Con esto basta para conocer la fragilidad de la República. Cualquier régimen así concebido requiere el uso de la fuerza.
Cómplice escéptico
En otras palabras, la situación de la República es una situación revolucionaria, y Azaña, que suele hablar de «revolución» en los actos públicos en los que participa, no se engaña. Pero no ejerce, como parece que debería ser coherente con esta actitud, una clara política de fuerza. Cómplice displicente y escéptico en las conspiraciones republicanas, sabe que el advenimiento de la República no se debe a la acción de la oposición, ni a una nueva vigencia colectiva, sino al puro y simple desgaste de las instituciones de la Monarquía. La República adviene al poder, como quedó demostrado con la llegada de Maura y del propio Azaña al Ministerio de la Gobernación vacío, en la tarde del 14 de abril, porque en aquellos momentos nadie ejercía el poder en España, porque el poder estaba desocupado, en la calle.

José María MARCO

Título: «La libertad traicionada» 
Autor: José María Marco. 
Edita: Gota a gota. 
Sinopsis: El escritor y articulista Jose María Marco analiza la «historia mal sabida» de España en su nuevo libro, un volumen que versa sobre la libertad, «un episodio de la vida española mucho más rico de lo que tantas veces nos han contado». Se trata de una «enmienda a la totalidad de la historia convencional de nuestro país», una visión de la crisis que se abre en 1898 y se cierra en falso en 1939 a través de siete figuras esenciales y sus reflexiones acerca de la libertad: Costa («El dolor de ser español»), Prat de la Riba («La nacionalidad catalana»), Ganivet («España virgen»), Unamuno («El sueño de una patria»), Maetzu («Hacia una España nueva»), Azaña («La creación de una nación») y Ortega y Gasset («Una interpretación española del mundo»).