Historia

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Padrino del «cartel de Baku»

La Razón
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MADRID- Hacia 1908, el movimiento revolucionario ruso atravesaba malos momentos: Lenin alentaba el enésimo cisma interno y la represión zarista, en manos de un tipo eficaz como Stolpyn, llenaba Siberia de deportados y las cunetas de cadáveres. Stalin, muerta su mujer, se traslada a Baku, la ciudad del petróleo, la nueva California, que en aquellos años proporcionaba casi las tres cuartas partes del consumo mundial. La vieja ciudad persa, a orillas del Caspio, se había convertido en un trasunto del viejo Oeste, donde se mezclaba la riqueza más vulgar, con palacios de pesadilla, y la pobreza más abyecta. Las calles siempre atestadas de hombres de tribus extrañas, persas con chalecos y gorros de fieltro, judíos de las montañas con gorros de piel y millonarios occidentales vestidos con levita, cuyas elegantes esposas seguían la moda francesa. Stalin llamaba a toda aquella fuerza de trabajo de turcos, azaríes, persas. chechenos, rusos y armenios «un calidoscopio nacional».

El Partido, mejor dicho, Lenin, necesitaba dinero y Stalin se puso a ello. Con sus viejos gansters y bandoleros georgianos organizó un sistema mafioso que incluía asesinatos por encargo, venganzas, secuestros, incendios provocados, falsificación de moneda, piratería marítima, atracos bancarios y cuotas de protección. «El secuestro de niños era una actividad rutinaria por aquel entonces», recuerdan algunos de los protagonistas. Stalin decía que «la política es un negocio sucio», pero que «todos hicimos trabajos sucios para la Revolución». Naturalmente, la mafia fue aureolada de mística revolucionaria. Donde no había más que simple gansterismo, Stalin utilizó términos gradiosos: «Escuadrón de Combate Bolchevique», «Cuartel General de Autodefensa». Se editaban panfletos y periódicos para mantener la agitación política, pero popularmente se les conocía como «La Cuadrilla».

Así, a costa de algunas docenas de asesinatos, los millonarios del petróleo se convirtieron en fervientes colaboradores de la «causa». Los Rothschild y los Nobel, que tenían los mejores pozos y las refinerías, aportaban una cuota mensual muy generosa. Pero otros magnates se resistieron y organizaron sus batallones de protección a base de criminales chechenos. Uno de estos grupos, pagado por el millonario Mukhtarov, el barón más poderoso de Baku, pilló un día a Stalin y le dió una paliza de muerte. Se salvó de milagro y no olvidó: el pueblo de Chechenia fue deportado durante la Segunda Guerra Mundial: murieron centenares de miles. Tampoco olvidó a Mukhtarov, pero no pudo atraparle vivo. Tras resistir en su palacio de estilo neofrancés hasta el último cartucho, se pegó un tiro.