París

«Se requiere mucha paciencia»

La Razón
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Alas ocho y media llega la fisioterapeuta.Con silueta deportiva y perfil de moneda romana, Brigitte viene a poner en movimiento mis brazos y piernas, dominados por la anquilosis. Eso se llama «movilización», y esta terminología marcial resulta risible cuando se constata la delgadez de la tropa: treinta kilos perdidos en veinte semanas. No contaba con semejante resultado al empezar un régimen ocho días antes de mi accidente. De paso Brigitte comprueba si se produce algún estremecimiento que presagie una mejoría. «Intente apretarme el puño», me pide. Como a veces abrigo la ilusión de que puedo mover los dedos, concentro mi energía a fin de triturarle las falanges, pero nada se mueve, y ella deposita mi mano inerte en el cuadrado de gomaespuma que le sirve de escenario.
De hecho, los únicos cambios conciernen a mi cabeza. Ahora puedo girarla noventa grados, y mi campo visual va desde el tejado de pizarra del edificio contiguo hasta el curioso Mickey de lengua colgante dibujado por mi hijo Théophile cuando aún no me era posible entreabrir la boca. A fuerza de ejercicios, hasta la fecha hemos llegado al punto de lograr introducir en ella una pajita. Como dice la neuróloga: «Se requiere mucha paciencia.» La sesión de fisioterapia termina con un masaje facial.Brigitte me recorre con sus dedos tibios todo el rostro, la zona yerta, que me sugiere la consistencia del pergamino, y la parte inervada, en la que al menos puedo fruncir una ceja.Como la línea de demarcación pasa por la boca, sólo esbozo medias sonrisas, lo que se adecua bastante bien a las fluctuaciones de mi estado de ánimo. Así, un episodio doméstico como el aseo cotidiano puede inspirarme sentimientos encontrados.
Regresión infantil
Un día me resulta divertido que a mis cuarenta y cuatro años me laven, me den la vuelta, me limpien el trasero y me pongan los pañales como a un niño de pecho. En plena regresión infantil, obtengo incluso con tales manejos un vago placer. (...)
Casi hemos llegado al final del camino, y sólo me resta evocar aquel viernes 8 de diciembre de 1995 de funesta memoria. Desde el principio tengo ganas de contar mis últimos momentos de terrícola en perfecto estado de funcionamiento, pero lo he diferido tanto que ahora el vértigo se adueña de mí en el instante de efectuar ese salto al vacío hacia mi pasado. Ya no sé por qué extremo coger aquellas horas pesadas y vanas, inasibles como las gotas de mercurio de un termómetro partido en dos. Las palabras me eluden. Cómo hablar del cuerpo flexible y tibio de muchacha alta y morena junto al que te despiertas por última vez sin prestarle atención, casi refunfuñando. Todo era gris, pastoso y resignado: el cielo, la gente, la ciudad agobiada por varios días de huelga de los transportes públicos. A imagen y semejanza de millones de parisinos, Florence y yo iniciamos como zombis, con la mirada vacía y el rostro cansado, ese nuevo día de descenso a un burdel inextricable. Realicé maquinalmente todos los sencillos gestos que ahora me parecen milagrosos: afeitarse, vestirse, tomar un tazón de chocolate. Había fijado aquella fecha desde hacía semanas para probar el nuevo modelo de una firma automovilística alemana, cuyo importador ponía a mi disposición un coche con chófer para todo el día. A la hora prevista, un joven elegante espera ante la puerta del edificio, apoyado en un BMW gris metalizado. Observo por la ventana la gran berlina, tan maciza, tan lujosa. Me pregunto qué pinta voy a tener con mi vieja cazadora vaquera en esa carroza de alto ejecutivo. Apoyo la frente en el cristal para sentir su frescor. Florence me acaricia la nuca con dulzura.
Los adioses son furtivos, nuestros labios se rozan apenas. Ya estoy trotando por la escalera, cuyos peldaños huelen a encáustico. Será el postrer olor de los viejos tiempos.
«I read the news today, oh boy...»
Tráfico apocalíptico
Entre dos informaciones de tráfico apocalípticas, en la radio ponen una canción de los Beatles, «A day in the life». Iba a decir una «vieja» canción de los Beatles, puro pleonasmo, ya que su última grabación se remonta a 1970. El BMW se desliza a través del Bois de Boulogne como una alfombra mágica, un capullo de suavidad y voluptuosidad.Mi chófer es simpático. Le expongo mis planes para la tarde: ir a buscar a mi hijo a casa de su madre, a cuarenta kilómetros de París, y traerle a la ciudad a última hora de la tarde. He did not notice that the lights had changed... Desde que abandoné el domicilio familiar, en el mes de julio, Théophile y yo no hemos tenido un verdadero cara a cara, una charla entre hombres. Quiero llevarle al teatro, a ver el nuevo espectáculo de Arias, y luego a tomar unas ostras a una brasserie de la plaza Clichy. Está decidido, pasaremos el fin de semana juntos. Sólo confío en que la huelga no trastoque nuestros planes. (...)
Tras hora y media de carretera llegamos a nuestro destino, la casa donde viví durante diez años. Cae la niebla sobre el amplio jardín que en tiempos más felices resonaba con tantos gritos y risas locas. Théophile nos espera en la entrada, sentado sobre su mochila, preparado para el fin de semana.
La voz de Florence
Me gustaría telefonear para oír la voz de Florence, mi nueva compañera, pero debe de haber ido a casa de sus padres para las plegarias del viernes por la noche.Trataré de reunirme con ella después del teatro. Sólo he asistido una vez a ese ritual en una familia judía. Fue aquí, en Montainville, en casa del anciano médico tunecino que ayudó a traer a mis hijos al mundo. A partir de ese momento, todo se vuelve incoherente. Se me nubla la vista y mis ideas se embrollan. Pese a todo me pongo al volante del BMW, concentrándome en las luces anaranjadas del salpicadero. Conduzco despacio, y en el haz de los faros apenas reconozco las curvas que sin embargo he cogido miles de veces. El sudor perla mi frente, y cuando nos cruzamos con un coche, lo veo doble. En el primer cruce, me detengo en el arcén. Salgo vacilante del BMW. Apenas me mantengo en pie. Me desplomo en el asiento trasero. Sólo tengo una idea fija: volver a subir al pueblo, donde vive también mi cuñada Diane, que es enfermera. Semiinconsciente, en cuanto llegamos ante su casa le pido a Théophile que corra a buscarla. Segundos después, allí está Diane.
Me examina en menos de un minuto y pronuncia su veredicto: «Hay que llevarle a la clínica. Lo más rápido posible.» Son quince kilómetros. Esta vez el chófer arranca a toda velocidad, estilo carrera de bólidos. Me siento muy, muy raro, como si me hubiera tomado una pastilla de LSD, y me digo que esas fantasías ya no corresponden a mi edad. Ni por un instante me asalta la idea de que tal vez me esté muriendo. Por la carretera de Mantes, el BMW ronronea en la escala de los agudos, y adelantamos a toda una fila abriéndonos paso con sonoros toques de claxon. Querría decir algo del tipo: «Tranquilos, se me pasará. No vale la pena exponernos a un accidente», pero ningún sonido sale de mi boca, y mi cabeza, ahora incontrolable, se mece de un lado a otro.
Correr en todas direcciones
Los Beatles me vuelven a la memoria con la canción de esta mañana. «And as the news were rather sad, I saw the photograph». Llegamos enseguida a la clínica. La gente corre en todas direcciones. Me trasladan con los brazos inertes a una silla de ruedas. Las portezuelas del BMW se cierran con un suave chasquido. Alguien me dijo un día que los buenos coches se reconocen por la calidad de ese chasquido. Me deslumbra el neón de los pasillos. En el ascensor, unos desconocidos me prodigan expresiones de aliento, y los Beatles atacan el final de «A day in the life». El piano que cae del piso sesenta. Antes de que se estrelle, tengo tiempo para un último pensamiento: hay que anular las reservas del teatro.De todos modos, habríamos llegado tarde. Iremos mañana por la noche. A propósito, ¿dónde se ha metido Théophile? Y caigo en coma.

- Título del libro: «La escafandra y la mariposa». 
- Autor: Jean-Dominique Bauby. 
- Edita: Planeta. Ed. Bronce. 
- Sinopsis: El periodista Jean-Dominique Bauby sufrió un grave accidente cardiovascular el 8 de diciembre de 1995. Salió de un coma profundo con el cuerpo paralizado pero con las facultades mentales intactas. Sólo podía guiñar un ojo y, a través del parpadeo, dictó este libro, en el que escribe sobre sus experiencias con la enfermedad, sus recuerdos de viajes... Bauby falleció en 1997 en París. Tenía cuarenta y cuatro años.