Coronavirus

Un confinamiento en ultramar (XXIII): El vivo al bollo

Que ni siquiera seamos capaces de computar los muertos, avisa de una incurable descomposición moral»

Un trabajador aplica barniz a un ataúd en la fabrica de Eurocoffin en Barcelona que ha triplicado su producción desde que comenzó la pandemia
Un trabajador aplica barniz a un ataúd en la fabrica de Eurocoffin en Barcelona que ha triplicado su producción desde que comenzó la pandemiaFelipe DanaAgencia AP

La multitud aplaude. La multitud jalea. La multitud hincha las venas del cuello y protesta, mohína, porque se aburre. La multitud confía muchísimo en su gobierno. Lo deja claro/oscuro una encuesta made in Tezanos que habría enloquecido el corazón contento a los peones del camarada Lavrentiy Pavlovich Beria. De creer el estudio seguimos colgados de lo identitario frente a vulgaridades como comer caliente o pagar el alquiler. Qué importará la incompetencia del gobierno, su gestión calamitosa, las siniestras perspectivas económicas de un país que va directo a la ruina, la estupefaciente evidencia de que sigue al cargo del comité científico el tipo que en vísperas del 8 de marzo invitaba a pisar las calles nuevamente, ¡alerta antifascista, alarma antimachista!, si a cambio percutimos como monos en el tambor de las coartadas ideológicas y los muermos sectarios.

Muy lejos de la mejor sanidad del mundo y los gobiernos de progreso, envidia de las naciones pasadas, presentes y futuras, asoman las extravagancias de lugares tan subdesarrollados como Nueva York. Donde las autoridades han decidido sumar como víctimas del coronavirus a todos los que fallecieron sin haberles practicado el test pero que presentaban los síntomas. Salen de golpe 3.700 muertos extras. Según el New York Times, con la nueva contabilidad, el total en EE.UU sube un 17%. Entrevistado por el periódico, Oxiris Barbot, comisionado del Departamento de Salud de la ciudad, comenta que resulta imprescindible tener en cuenta, de paso, las muertes digamos colaterales: el infartado que no recibió la ambulancia a tiempo, el enfermo de coronarias o cáncer que no acude a sus revisiones por miedo a un contagio, etc. «Esta es otra parte del impacto de Covid», explica, y añade que «lo que les interesa a los neoyorquinos, y lo que le interesa al país, es que tengamos un conteo preciso y completo. Forma parte del proceso de curación que vamos a tener que pasar». Igual que en España, ¿verdad? Un país donde sólo en Cataluña habrían aflorado 3.242 muertes. Hasta ahora el gobierno de la comunidad sólo había contado los fallecimientos en los hospitales. En Madrid, por otro lado, faltan 4.801. Entre fallecidos en residencias y en domicilios privados. Aquellos que, siendo sospechosos de haber padecido la enfermedad, no valen, no cuentan, no engordan las estadísticas porque no hubo test.

De lo que resulta fácil deducir que en el país del mundo con más muertos de coronavirus por cada cien mil habitantes, 19.130 a esta hora, según la Universidad John Hopkins, podemos añadir otros 10.000. Y yo, que estoy lejos de arrojar a nadie los muertos a la cara, que entiendo que una cosa son los reproches por la gobernanza y otra el sensacionalismo trilero, pregunto, con la venia, si podemos cuestionar por las cifras. O si en España, en aras de la convivencia y el aupa, cositas como la interrogación, la indagación, la búsqueda de la verdad, y chorradas como la libertad de prensa, han sido catalogadas como gestos inevitablemente fascistas. O enemistados con los altos intereses de la patria. O imperialistas y agusanados y masónicos. Fíjense que incluso un corresponsal tan sui géneris como el del Times en España, Ralph Minder, escribe que «Oficialmente el número de muertos en España, que sigue siendo uno de los más altos del mundo, se acerca a los 20.000. Pero hay evidencia de que podría ser mucho más alto, con muchas muertes, especialmente en residencias de ancianos, no clasificadas adecuadamente como provocadas por el coronavirus». No conviene husmear en exceso en el número de muertos. No toleraremos las informaciones incómodas, bulos dicen los murmuradores. No daremos combustible al fuego que devoraría las calles y el Ibex mientras el resto de países europeos mienten igual o mejor respecto al censo de difuntos. Con lo que España, y en buena medida Europa, de la Francia que cuenta como quiere al Reino Unido que idem, jugaría ya en el mismo escenario que el México reciente de los cárteles o la Colombia de la ofensiva narco en los ochenta y noventa. Estados semifallidos. Incapaces no sólo de proteger a los vivos sino, encima, de contar a los caídos. Que la obsesión por el control de daños propice las exageraciones y trampas de los gobiernos de turno, bueno, ok, entra dentro de las imperfecciones inevitables del sistema. Pero que ni siquiera seamos capaces de computar los muertos, y que su simple aparición en los medios nos parezca cosa de mal gusto, avisa de una incurable descomposición moral. Vale que el muerto al hoyo y el vivo al bollo y yo me iré y seguirán los pájaros cantando, pero qué tal si disimulamos el morro.