Coronavirus

Un confinamiento en ultramar (LIX): 1.000 de 100.000

Los muertos de la portada del New York Times son navieros rescatados del abismo. Reciben su ración de aire, un chorro de luz, el reconocimiento de un medio digno de su historia»

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Son casi 100.000 muertos. 100.000 nombres. 100.000 víctimas del coronavirus en EE. UU. El New York Times trae 1.000 en la portada y páginas interiores. Desfilan con letra apretada y limpia, sin cañonazos ni crespones. Saludan, desde los cuatro kioscos que todavía aguantan en Manhattan, con la manita blanca de pasear sepulcros y la sonrisa ladeada, avinagrada y diftérica del que levita al otro lado del censo. Los 1.000 de 100.000 apelan al lector, interrogan su conciencia, ahora que apenas quedan lectores y los cuatro que sobreviven lo hacen amarrados al mástil de una verdad siempre áspera. Los muertos de la portada del New York Times son navieros rescatados del abismo.

Siguen muertos, a ver, no otra cosa puedes esperar, pero reciben su ración de aire, un chorro de luz, el reconocimiento público de un medio digno de su historia. Sale el New York Times con su cuenca minera de muertos, con sus vetas de cadáveres expectantes, y encuentra a gente que aplaude y gente que apedrea bacines. Los muertos del New York Times desactivan en parte el nirvana letal de los estados de alarma, nuevo paradigma, viejo sueño de autócratas, cosido de excepcionalidad y silencio. Por cosas así resisten los periódicos. Para eso Dutton Peabody mantuvo abierto el Shinbone Star frente a las matones de Liberty Valance. Para poner negro sobre blanco el nombre y dos apellidos de la gente arrebatada por la enfermedad, a despecho del periodismo diseñado como gratificante antología de titulares rosas. Un periódico, troquelado a base de meter muertos, puede ser el puente de mando desde el que otear los arrecifes que acechan la democracia. No porque nuestras libertades corran serio peligro, como escuchamos a los apocalípticos, sino porque el afán por un periodismo cuqui, un periodismo de trinchera disfrazado con paraguas de ositos y frases de autoayuda, un periodismo adosado a la axila de príncipe y amable con las paranoias de los súbditos, apenas sirve como ejercicio masturbatorio. Entre tanto el presidente, Donald Trump, sugiere por los pastos del twitter que un presentador de televisión, Joe Scarborough, ex senador republicano entre 1995 y 2001, podría haber cometido un asesinato.

No pasa nada porque no hay de qué sorprenderse: todo es majadería y sensacionalismo en una Casa Blanca secuestrada por un presidente vírico. Y en algún plató dispuesto para que el candidato luzca sus virtudes Joe Biden afirmó que si eres negro y dudas entre votarle a él o a Trump entonces, desengáñate, no eres realmente negro. Le faltó añadir que tampoco eres un sujeto pensante. Un mamífero racional. Un ciudadano digno de derechos libertades. Una criatura que amerita o merece respeto. Un contribuyente con algo más que obligaciones fiscales. Biden soltó su perlita y el mundo gira y gira porque la izquierda norteamericana pastorea una superioridad moral insufrible, un identitarismo digno de un KKK inverso aunque igualmente monstruoso y una cháchara sin prisa ni pausa que reparte carnets de progresía y hasta de raza en virtud del grado de infantilismo que esté dispuesto a aceptar un votante humillado, concebido en el laboratorio como borrego biónico. Biden puede permitirse soltar una salvajada que habría espantado a Martin Luther King Jr., y a los otros luchadores por los derechos civiles porque en 2020 son mayoría los «social warriors» con la brújula moral en el culo y/o los militantes adictos a la metadona panfletaria. Gente que no pestañea cuando el líder supremo, sea quien sea, el suyo, el bueno, llena las redacciones y los titulares con frases de pupilas seniles. Esto era, al fin, el nuevo orden. El orden tonto de las cosas. El desorden impresentable de los medios de comunicación, descontada la machada del Times, y el proceder de un Iván Espinosa de los Monteros, que desde el carromato de una manifestación va y suelta que esto es algo así como una celebración del Mundial... descontados los muertos, claro, que ya es descontar. Menos mal que la cabecera neoyorquina, la misma que enterró parte de su prestigio con la cobertura que dió a los sucesos en Cataluña y España durante la asonada de los xenófobos, restituye en parte el honor perdido con una cobertura sin adjetivos, libre de titulares wagnerianos, abriéndose a la fría posteridad donde viven los muertos por la vía de recordarnos que antes que nada fueron nuestros vecinos, y que periodismo es, en efecto, traerlos en portada.