Guerra civil
Alamata, Etiopía: las puertas al infierno de Tigray
LA RAZÓN ha sido el primer periódico extranjero en acceder a la zona asolada por el conflicto entre 2020 y finales de 2022
Alamata parece una ciudad ocupada. La primera gran urbe que conecta la región norteña de Tigray con el centro del país funcionó como una puerta al infierno durante la guerra civil que enfrentó a los tigranios contra el resto de Etiopía, entre 2020 y 2022. Hoy es la puerta a una zona ocupada por el ejército vencedor. Una puerta al purgatorio. Los pecados hacen cola aquí para salir, dándose codazos con las virtudes que escaparon durante el conflicto y que ahora regresan a esta belicosa región de montañas casi interminables.
Es una ciudad “ocupada” de manual: miles de militares dedican las horas muertas a beber cerveza, a pasearse las calles con las Kalashnikov sujetas por el cañón; los civiles procuran rehacer sus vidas, sirviendo cervezas entre sonrisas y apartándose con premura del camino de las fuerzas victoriosas.
Un intercambio de catres
Y no demasiado lejos de Alamata, en la frontera misma entre las regiones de Tigray y de Amhara, otros tantos cientos de militares habitan unos barracones poseedores de una curiosa historia. Dichos barracones se trataron en sus inicios de un proyecto gubernamental, ideado hace varios años con la intención de modernizar la vida rural en Etiopía. Construidos en cadena mediante el uso de troncos de eucalipto y argamasa de barro y paja, tenían que servir como vivienda para los granjeros y pastores de la zona que todavía malviven en chozas de pésima calidad. Luego empezó la guerra y el proyecto quedó a medias, como tantos otros sueños. Los militares lo ocuparon. Al modo de los antiguos romanos, estos hogares de los soldados servirán en el futuro como centros urbanos para los civiles, si ese día termina por llegar.
Este intercambio de catres entre civiles y militares se aprecia en todo Tigray. Por ejemplo, en los hoteles, hace unos meses que las duchas las utilizaban los guerrilleros del Frente Popular de Liberación de Tigray (TPLF) para rascarse la roña del combate. Luego las tomaron los militares del Gobierno central, luego un periodista. Pronto, si Dios quiere, quizás un hombre de negocios o un turista acalorado. La guerra consiste en conquistar territorios, pero también en hacerse con casas donde descansar y duchas de agua caliente para levantar la moral de la tropa.
Alamata es hoy una ciudad a todas luces ocupada, y es importante repetirlo. Los etíopes ligados al Gobierno central son los vencedores donde los etíopes tigranios son los vencidos. Etiopía se ocupa así a sí misma, tras concluir una espeluznante guerra civil que se ha cobrado 600.000 vidas en dos años. Dos meses después de firmarse la paz en Pretoria, en Tigray la telefonía móvil apenas funciona, la luz se va más de lo que viene y sacar dinero de un cajero automático es casi tan difícil como lo era durante el conflicto. Poco a cambiado con la paz. Si acaso se escuchan menos voces en la ciudad.
Entre quince y veinte camiones cisterna abastecen de agua los depósitos de la ciudad; treinta pick-ups con ametralladoras montadas en la parte trasera salen disparadas fuera de Alamata, a la caza de rebeldes convertidos en salteadores de caminos; medio centenar de motos de trial rugen de arriba abajo por la calzada principal, llevando a sus ocupantes en busca del próximo garito donde quede cerveza.
Una cerveza, por favor
La cerveza se ha convertido en una parte fundamental de las aburridas fuerzas de ocupación, un aparato de logística tan importante como el traslado de armamento y tropas. Aquí beben toda la mañana, toda la tarde y toda la noche, aunque no arman ningún jaleo que merezca la pena destacar. Este reportero vio a un sargento del Ejército etíope que cargaba varias cajas de cerveza en un tuk-tuk que se dirigía al Raya Grand Resort Hotel, el alojamiento de los oficiales, mientras dos camiones que deben transportar en torno a 60.000 botellines de cerveza hacen su aparición en la ciudad cada semana.
Estas fuerzas de ocupación no son como dicen en las películas o en las narrativas pintorescas de un novelista excitado, sino que se tratan de miles de soldados aburridos. Nada más. Esperan con paciencia a que sus compañeros vacíen de elementos subversivos la carretera que lleva a Mekele, para sí subir a la capital de Tigray y asentarse también en ella.
La población civil hace lo posible para cumplir con los deseos de los militares. Sirven cervezas y cafés, permiten que los soldados más maleducados hagan comentarios irrespetuosos a sus hijas, bajan la cabeza cada vez que la situación lo requiere. Por las noches cierran la puerta con pestillo y no salen de casa. No es que tengan un miedo especial al Ejército etíope, porque ya han sido dos años donde primero venían los del TPLF (y estallaba el miedo ante la posibilidad de una masacre), luego aparecía el Gobierno central (y regresaba el miedo, temerosos los civiles de que les acusaran de colaboracionistas con los rebeldes), luego resultaba exitosa una contraofensiva del TPLF… han pasado tanto miedo que ya no les queda terror para sacar. Pero siguen siendo precavidos.
Prohibido honrar a los muertos
Al principio, los jóvenes escapaban al monte para evitar que uno u otro bando les obligara a alistarse. Pero nunca ocurrió algo así en Alamata, tal y como cuenta uno de los chavales que escaparon y regresaron cuando sus madres les avisaron: “más al norte en Tigray, sí, los rebeldes obligaban a las familias a alistar a sus hijos. Pero aquí no. En Alamata vivimos por igual personas de etnia amhara y de etnia tigrania, entonces saben que lo mejor es dejarnos tranquilos. Nosotros no queremos problemas”.
El sistema de reclutamiento del TPLF era muy sencillo. A los niños de la calle, los cogían a todos, aunque el Kalashnikov les quedara grande y lo llevaran a rastras en los desfiles de la victoria por cada localidad tomada. Según explicaba una monja europea que ha sobrevivido a la totalidad del conflicto sin salir de la región, los rebeldes sabían que estos chiquillos, huérfanos o huidos de sus hogares, educados mediante cabezazos contra las esquinas, “son poseedores de una astucia callejera que podía serles de gran valor en el combate”.
Con las familias, en cambio, dependía del número de integrantes que tuviera cada una. Si la familia tenía tres miembros, uno de ellos (hombre o mujer), debía luchar. Si la familia era de cinco miembros, dos de ellos estaban obligados a enrolarse con los rebeldes. Si eran siete, armaban a tres. Cada familia seleccionaba a quién enviaban. De esta manera ha conseguido el TPLF carnaza para dos años de lucha.
Aunque los ocupantes de uno y otro bando no se sobrepasaron con la población de Alamata y los combates por la localidad no fueron especialmente cruentos, eso no quita que miles de personas hayan fallecido como consecuencia del conflicto. A las afueras de esta ciudad de 100.000 habitantes hay un terreno sin edificar y sin vegetación, revuelta la tierra antes de que las excavadoras la volvieran a aplanar. Son las fosas comunes. Se calcula que 5.000 personas descansarán aquí eternamente, encajonadas en grupos de diez y actualmente acordonadas por el Ejército etíope. Acceder a las fosas es hoy imposible. Honrar a sus muertos es, por tanto, una acción prohibida en esta ciudad.
Cuidar a sus enfermos tampoco es tarea fácil. Un breve paseo por el Hospital de Alamata muestra una ristra de habitaciones abandonadas al moho y los malos olores, decenas de niños con heridas de la guerra (tanto físicas como psicológicas) y una escasez de recursos médicos que parece no tener fin. Los médicos, incapaces de tratar a sus pacientes de la manera adecuada, se limitan a matar las horas de una forma similar a los militares, sentados en las sillas de los pasillos y charlando con absoluta normalidad. Se han acostumbrado al mal olor predominante, que consiste en una conjunción de aromas a enfermedad, heces, agua estancada y el esmirriado material médico usado y arrojado al suelo sin miramientos.
Pero en Alamata tienen suerte, pese a sus cinco mil pérdidas. Si se puede decir así. Cuánto más sube la carretera y más se interna el asfalto en la región de Tigray, menos mezcla étnica encuentra uno, y más salvajes han sido los combates y sus consecuencias. Con los camiones que lentamente entran y salen con ayuda humanitaria llegan unas noticias que ponen la piel de gallina, incluso a los más acostumbrados a la guerra. Porque Alamata es eso: una ciudad de frontera, una ciudad ocupada, unos días una puerta al purgatorio, al infierno otros. Lo que nunca ha sido, y puede que nunca lo sea, es una puerta a la tierra prometida que los líderes susurran a los niños cuando les enseñan a disparar un arma.
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