Historia
Cuando España compraba armas al Tercer Reich
Entre 1936 y 1945, España adquirió equipos y patentes al Reich y Alemania importó materias primas españolas.
El decenio que transcurre entre los años 1936 y 1945 fue clave en las relaciones económicas entre España y Alemania. En primer lugar, la Guerra Civil española y, sin solución de continuidad, la Segunda Guerra Mundial, provocaron una situación realmente compleja, no exenta de provisionalidad y de intereses perentorios y urgentes que fueron sorteados de distinta manera, según avanzaban los conflictos y los propios intereses de ambos países, aunque a menudo era Alemania la que marcaba el devenir de la relación, dado su carácter de potencia continental, económica y militar. A medida que pasaban los años y el conflicto mundial se iba tornando en contra de las armas teutonas, el papel de España en las relaciones bilaterales tomó un auge que en otras condiciones hubiera sido impensable.
Si en julio 1936 España no significaba apenas nada en el contexto del comercio exterior alemán, a raíz de su participación en el conflicto español las autoridades germanas vieron la posibilidad de incorporar a su órbita la economía española con todos los recursos naturales que generaba. Antes, incluso, de finalizar la Guerra Civil, y tras evaluar y comparar las aportaciones de italianos y germanos a los esfuerzos de guerra, las autoridades del bando nacional se decantaron por Alemania como pieza clave y garante de la futura reconstrucción de España, pues veían clara la supremacía militar y el florecimiento económico del Tercer Reich en el contexto europeo: un nuevo orden en el que España –y el régimen que saldría vencedor de la Guerra Civil– quería tener su lugar de preeminencia.
Patentes de aviones y buques
La dependencia tecnológica de Alemania fue una realidad desde el mismo momento en que los responsables militares españoles finalizada la Guerra Civil, decidieron diseñar un potente ejército con el apoyo del III Reich. Se negociaron adquisiciones de patentes de los más modernos aviones, buques, cañones, fusiles, ametralladoras y un sinfín de equipos alemanes para desarrollar una industria bélica nacional incipiente –con largos años de tradición y buen hacer, eso sí–, aunque lastrada por el estado calamitoso del conjunto de la industria española tras la devastación ocurrida.
Pero no habían pasado todavía seis meses desde el final de la contienda española, cuando en ese fatídico año de 1939 daba comienzo la Segunda Guerra Mundial. Alemania, que en teoría iba a ser el motor de la reconstrucción de nuestra industria, el modelo en que inspirar los nuevos ejércitos españoles de la posguerra, se embarcaba en una guerra de proporciones desconocidas entonces, que le impediría –o por lo pronto ralentizaría– atender las demandas de material bélico de otros países que no compartían con ella el campo de batalla en el conflicto bélico que comenzaba.
Pese a la situación creada a partir del 1 de septiembre de 1939, las victoriosas campañas del ejército alemán en los meses siguientes no dieron al traste con las expectativas españolas de adquirir suministros bélicos o licencias de fabricación, ni siquiera con las comisiones que a menudo viajaban a Alemania para visitar fábricas militares o los frentes de guerra.
En el otro platillo de la balanza hay que poner el hecho de que la industria bélica germana movilizaba cantidades ingentes de materias primas para su funcionamiento, además de productos de consumo como aceite, naranjas, pieles, etc, productos que España estaba en disposición de enviar y que hacían viable un despegue de la actividad exportadora, así como un desfase –lento pero constante– de la cuenta de «clearing» entre ambos países, con un balance claro a favor de España.
Las adquisiciones de material bélico en Alemania siguieron produciéndose en 1940 y 1941, teniendo en cuenta que los ministerios militares, a través de sus respectivas direcciones generales de Armamento y Material, así como las fábricas militares, realizaban independientemente y sin planes conjuntos pedidos de lo que consideraban necesario para su funcionamiento. Todo se llevaba a cabo en el seno de diferentes acuerdos marco –«Rahmenvertrage», en alemán– firmados entre los organismos implicados y la industria germana a través, normalmente, de la AGEKA, consorcio oficial para la exportación de material militar de cualquier tipo.
Desequilibrio sin compensación
Entre el 1 de septiembre de 1939 y el 31 de agosto de 1942, la cuenta compensadora del comercio exterior hispano-alemán tuvo una tremenda caída que perjudicaba a España –exportadora neta– y beneficiaba los intereses alemanes y su economía de guerra, que veían cómo se mantenía el flujo de materias primas básicas para su industria y para el sostenimiento de su capacidad militar en todos los frentes, sin tener que compensar a España de ninguna forma por mor de esta situación ciertamente anómala. Este desequilibrio en el «clearing» a favor de Alemania no tenía justificación alguna desde el punto de vista del nuevo ministro de Asuntos Exteriores español, el general Gómez Jordana, recién incorporado al Palacio de Santa Cruz en sustitución del defenestrado Serrano Suñer, el 3 de septiembre de 1942.
En poco más de tres meses el conde de Jordana dio un vuelco a la política exterior española en sus relaciones con el Tercer Reich. Amén de sustituir a sus más directos colaboradores en el Ministerio, cambió a los responsables de las embajadas en Roma y Berlín, supervisando con mano de hierro las negociaciones comerciales en curso con Alemania, fijando posturas coherentes con los intereses españoles y marcando claramente los límites que, bajo ningún concepto, podían ser sobrepasados en las reuniones con las comisiones teutonas. No hay que olvidar que Jordana era un militar de la vieja escuela, fogueado en Cuba y Marruecos, con un concepto de la disciplina y de la entrega a su patria fuera de toda duda.
De esta manera, y con el objetivo de no continuar por la senda de la financiación gratuita y sin control a Alemania, Jordana impulsó las negociaciones para llegar a la firma definitiva de un tratado comercial con el Reich, un tratado que debería reglamentar las operaciones bilaterales entre ambos países y poner coto al imparable crecimiento del descubierto exterior acumulado en los últimos años. El tira y afloja entre los negociadores germanos y españoles fue tremendo, mezclándose cuestiones políticas, diplomáticas y comerciales en cada una de las reuniones celebradas en Madrid.
Aunque pueda parecer curioso, el revulsivo a todo el problema planteado por la financiación incontrolada del déficit comercial exterior germano vino de la mano del armamento; un armamento por el que los ministerios militares españoles suspiraban desde hacía años; un armamento que vendría a tapar muchos agujeros en las plantillas de los ejércitos españoles, cuyo material había quedado obsoleto con los avances espectaculares ocurridos en el transcurso de la guerra mundial, y era ya, en muchos casos, venerable chatarra de finales del siglo XIX o de principios del XX. Un armamento, en fin, que cumpliría la doble función de paliar los desequilibrios comerciales del Tercer Reich con la España de la época y servir a los propios militares para cubrir –en la medida de lo posible– la carencia de materiales de última generación y el desfase tecnológico que había propiciado el desarrollo de la guerra mundial, que había cerrado las puertas a la modernización efectiva del Ejército español. Ambas funciones iban a ser valoradas por un ministro de Exteriores militar, en una Europa en guerra, con los Aliados desembarcando en el norte de África y con la lupa puesta en el papel que representaba España y su política comercial con los países del Eje.
El «programa Bär»
Una vez firmado el Acuerdo Comercial con Alemania, en diciembre de 1942, las tornas cambiaron para ambos países: Alemania se comprometía a mantener un descubierto máximo en la cuenta de «clearing» con España; el Tercer Reich habría de compensar cualquier desviación al alza con armamento y maquinaria para la industria bélica española, naciendo así el denominado «Programa de Armamentos» o utilizando el nombre clave que se emplearía para su desarrollo, «programa Bär» –oso en lengua germana–, el más ambicioso proyecto de adquisición de material militar de la primera mitad del siglo XX. Tras arduas negociaciones, militares –en Berlín– primero y económicas –en Madrid– después, se alcanzó un acuerdo que sería firmado en San Sebastián en agosto de 1943, complementario o, si se quiere, ampliatorio, del rubricado en diciembre del año anterior. Mientras tanto, desde mayo de 1943 estaban llegando a la frontera española diferentes convoyes ferroviarios cargados de material bélico para las Fuerzas Armadas, envíos realizados desde Alemania con una logística compleja y algo sinuosa, forzada, sin lugar a dudas, por la marcha de la guerra y las disponibilidades germanas de ese tipo de suministros.
Durante más de un año las estaciones de Irún, en el Pirineo vasco, Canfranc, en el Pirineo aragonés, y Port Bou, en el Pirineo catalán, fueron testigos de la recepción de 40 trenes con más de mil vagones, cargados con la friolera de 10.000 toneladas de armamento y material bélico contemplado en el «programa Bär». Este material, tras su descarga, sería organizado y remitido a todos los rincones de España y el Protectorado, potenciando así las unidades militares existentes, en el momento más crítico del conflicto bélico mundial.
Hasta la fecha no se ha puesto en valor la realidad que supuso para la defensa de España –situada en el epicentro de un conflicto de proporciones nunca vistas hasta entonces– ese programa armamentístico, pues nunca ha sido objeto de un estudio sosegado, profundo y minucioso; un análisis que determinara de manera independiente e individualizada los efectos que produjeron en el estamento militar español de los años cuarenta, esas adquisiciones –casi inesperadas, aunque largamente solicitadas– de material de guerra moderno.
Los programas «Ankara» y «Eltze», directos sucesores del «Bär», no llegaron a plantearse más que en los documentos de los negociadores, de los estados mayores y de las embajadas berlinesa y madrileña, pasando a mejor vida antes de iniciarse su desarrollo. Los motivos fueron los mismos que dieron al traste con la finalización del «Programa Bär», el corte de las comunicaciones terrestres con Alemania. Desde entonces, sólo quedó abierta una vía, la aérea, para transportar a España material de origen militar; una vía que sería utilizada mucho más de lo que se cree, aunque los elementos eran siempre pequeños paquetes, bibliografía, lámparas para equipos de radio o material quirúrgico. El último avión con envíos militares procedente del Tercer Reich aterrizaba en Barcelona la primera semana de mayo de 1945, cuando Hitler era ya historia.
Es muy difícil llegar a valorar en su justa medida la importancia que tuvo para España la recepción de todo este armamento en aquellos tiempos convulsos, en pleno conflicto mundial, con los Aliados en el norte de África y desembarcando en la costa atlántica francesa. El concepto de «oportunidad» se mezcla aquí con el de «necesidad», y aunque resulte obvio que España jamás hubiera podido enfrentarse con garantías de éxito a los anglo-norteamericanos, éstos tampoco habrían estado en condiciones de distraer un solo hombre ni una sola máquina del objetivo principal: derrotar al Tercer Reich.
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