Nancy Pelosi
El Estado de la desunión
La mano tendida del presidente Trump hacia los demócratas en su discurso ante el Congreso salta por los aires por la brecha en inmigración y derechos civiles, así como por su rechazo a la investigación del «Rusiagate».
La mano tendida del presidente Trump hacia los demócratas en su discurso ante el Congreso salta por los aires por la brecha en inmigración y derechos civiles, así como por su rechazo a la investigación del «Rusiagate».
Donald Trump afrontó el discurso del Estado de la Unión con un tono conciliador, casi patricio. Una modulación serena, aunque desmentida por el rictus, y que contrastaba con su belicoso pasado. En realidad siempre ha existido una dura disonancia entre sus momentos ecuménicos –«no traigo un programa republicano o demócrata», dijo, «sino un programa americano»– y sus amenazas. La más evidente, la que pronunció contra quienes pretenden abrir una comisión parlamentaria que investigue el «Rusiagate» y, sobre todo, contra el fiscal especial, Robert S. Mueller, y su equipo del FBI: «Si va a haber paz y legislación, no podemos tener guerra e investigaciones. ¡Simplemente no funciona de esa manera!». En su opinión, las indagaciones sobre las posibles complicidades entre elementos clave de su campaña en 2016 y el espionaje ruso amenazan el crecimiento económico y la paz institucional.
Por cierto que el boom económico, con unos números de ocupación y actividad deslumbrantes, sirvió también para lamentar las, a su juicio, flagrantes injusticias de algunos de los viejos tratados comerciales y ondear, de nuevo, su retórica proteccionista. Una herencia de aquel Newton Leroy Gingrich que fuera látigo de Bill Clinton en tiempos del «impeachment» y que moldeó con fuerza su otrora asesor Steve Bannon. Detrás del presidente, en la tarima de un Congreso controlado por la oposición demócrata, estaba la presidenta de la Cámara, su archienemiga Nancy Pelosi, que a las pocas horas del discurso publicaba un comunicado en el que afirma que serán necesarias semanas para deslindar las medias verdades y las mentiras incrustadas en la alocución.
Ciertamente Trump necesita proyectarse como el hombre de Estado que rara vez parece. A tal fin, y decidido a articular los argumentos de la carrera hacia las elecciones de 2020, anunció varios de los ejes principales de sus futuros discursos. De todos ellos quizá ninguno como el de Corea del Norte suscite más adhesiones. Anunció que planea reunirse con el presidente Kim el 27 y 28 de febrero. Aunque presumió de que si no fuera por él, por su extraordinaria cintura política, podrían haber terminado en guerra con el régimen Juche, una patraña que sobrevive mal al contacto de todos los insultos y las amenazas que se dedicaron ambos dirigentes, recordó con razón que gracias a sus gestiones no hay ciudadanos estadounidenses prisioneros de la satrapía oriental y reiteró la importancia de las conversaciones con el dictador. Algo impensable para los presidentes que lo antecedieron. Infinitamente más escrupulosos con las convenciones de la «realpolitik» y, por eso mismo, prisioneros a veces de una notoria falta de reflejos.
No podía faltar, claro, el asunto de la frontera. Una cuestión legítima, por cuanto es evidente y desde hace años que el sistema de inmigración pide a gritos un acuerdo bipartidista y una batería de medidas que lo actualicen, pero que en boca de Trump sirve para abonarse al puro sensacionalismo. Ni Estados Unidos sufre una crisis humanitaria en la frontera sur, ni las 400.000 detenciones de inmigrantes indocumentados registradas en 2018 tienen comparación con los 1.600.000 detenidos en el año 2000, ni la droga entra por zonas de la frontera necesitadas de un muro; en realidad la mayor parte entra por carretera, camuflada en camiones, o en contenedores descargados en los puertos.
La respuesta de los demócratas quedó bien resumida por las palabras de la ex candidata a gobernadora por Georgia Stacey Abrams, encargada de dar la tradicional respuesta de la oposición y que recordó que el supuesto milagro económico y el énfasis en la frontera oculta debates tan acuciantes como el de la sanidad, pues «en esta gran nación, los estadounidenses se escamotean las pastillas para la presión arterial, obligados a elegir entre comprar medicamentos o pagar el alquiler. Y en 14 estados, incluido mi estado natal, donde la mayoría estaría de acuerdo, nuestros líderes se niegan a expandir el ''Medicaid'', que podría salvar hospitales, economías y vidas en el ámbito rural».
«La victoria no consiste en ganar en favor de nuestro partido», había dicho Trump, «sino de nuestro país», pero más allá de su firme defensa de los valores el consenso y la tolerancia lo cierto es que el discurso sirvió para constatar que mantiene las constantes retóricas bien engrasadas y está dispuesto a combinar los mensajes más homologados y los vituperios más sulfurosos. Tiene enfrente una oposición que, atendiendo a los trajes blancos que portaban las congresistas demócratas, en honor a las sufragistas, decían, parece todavía incapaz de renunciar a los tics identitarios que marcaron la monumental debacle de Hillary Clinton.
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