Historia
El fantasma vuelve a recorrer Europa
El éxito del Brexit responde al ascenso del nacional-populismo que cruza Europa desde hace una década. A finales del siglo XX era una rareza: grupúsculos que politólogos e historiadores identificaban con la radicalidad o lo estrafalario. Hoy se han convertido en movimientos mayoritarios que marcan la agenda política y el lenguaje. No sólo ha sido UKIP en Reino Unido, el Frente Nacional francés, o Unidos Podemos, sino que surgen partidos del mismo corte y capacidad de gobernar en Austria y Holanda con el nombre de Partido de la Libertad, en Hungría de Unión Cívica Húngara, en Alemania los de Alternativa, en Suecia los llamados Demócratas, en Finlandia los Verdaderos, en Grecia viven entre el populismo de Syriza y el de ANEL, en Italia vemos las victorias del Movimiento Cinco Estrellas, y en Dinamarca, por cerrar, de los populares.
El populismo es un virus que reside «ab initio» en el organismo de la sociedad política y que, una vez aparecido, lo más habitual es que contagie con sus palabras, modos, agenda y reivindicaciones al resto de actores políticos. El surgimiento no se produce sólo por la corrupción política, la crisis económica o los refugiados. Esta es la explicación izquierdista. Hay otros factores que explican su ascenso. Primero tiene que existir el adecuado sustrato ideológico, mental si se quiere, para que las formas del populista tengan éxito. El creciente sentimentalismo de la política –evidente en la campaña de corazones y sonrisas de Podemos, por ejemplo-, larvado en la hiperprotectora sociedad del Estado del Bienestar y alimentado por la transformación de lo político en espectáculo mediático, ha generado lo que se puede denominar «democracia sentimental». Esto ha hecho que el discurso político eficaz sea el que se ocupa en mover las emociones, especialmente el odio, anestesiar el intelecto y la razón, y apelar a propuestas sencillas cargadas de moral que sean confortables para el ciudadano. El populista se mueve en un terreno fácil cuanto más infantilizada y sentimental es la política.
La apelación emocional libra de explicaciones concretas y complejas, y, en consecuencia, de posibles contradicciones e imposibilidades. Las emociones llenaron la identidad de los europeos una vez que se extendió el consenso socialdemócrata con el omnipresente y casi todopoderoso Estado del Bienestar, con el retroceso de la democracia cristiana, y cuando el liberalismo quedó demonizado. La sentimentalización de la política llega de esta manera a su culminación con el nacional-populismo. Porque no hay razones en el populismo, sino emociones, como la revancha o la solidaridad tribal. Las palabras del populista se mueven entre las grandes acusaciones, óptimas para la sociedad del espectáculo en la que vivimos, y las soluciones voluntariosas y rompedoras.
Todos son euroescépticos y patrioteros, como Podemos. Se presentan como transversales porque el populismo no es una ideología, sino un estilo de hacer política, de imagen, de liderazgo, de construir discursos, de organizar un partido-movimiento. No hay nada dejado al azar o la espontaneidad; todo está perfectamente estudiado para tener éxito en esta democracia sentimental. Los nacional-populistas prometen seguridad personal, laboral y social con el regreso a la comunidad –Gemeinschaft–, frente a una Unión Europea fallida que, en apariencia, resta identidad y soberanía. Esa comunidad reconstruida es la visión nostálgica y excluyente que ofrece refugio sin la tensión y los conflictos generados por la vida actual. Los problemas derivados de la globalización, la tecnificación, la competitividad, o la actualización laboral, desaparecerían en esas comunidades culturalmente homogéneas y cerradas.
Cuando hablan de «pueblo» se refieren a la nación etnolingüística, a la que atribuyen una Edad de Oro histórica –mitificada y mayormente inventada–, forzada a vivir contra su espíritu y su «destino histórico», y que precisa un Estado propio, independiente, para volver a las esencias de la tribu, a la comunidad perdida, armoniosa y confortable; sí, pero sin libertad política. Las ideas dominantes de sus discursos son la solidaridad entre los miembros de la comunidad, y la exclusión del que impide su «destino histórico», al que se niega nacionalidad, patriotismo, o derechos, y se tilda de «parásito». Por eso, el nacional-populista denuncia los privilegios de aquellos que «no están donde deberían estar», con un estatus «injusto», ya sean «privilegiados» o «extranjeros», y hablan de excluir, prohibir, o limitar. El nacional-populismo ha cargado su discurso de ira, en el sentido que define el filósofo alemán Sloterdijk, al centrar la solución a los problemas en el apartamiento, repudio, e incluso la liquidación del enemigo; en este caso, del extranjero, que no pertenece a la «comunidad». Son «parásitos», dicen, que se aprovechan del régimen, de la mal trazada organización de la Unión Europea.
Hace cien años, el continente pasó por una situación similar. En medio de la desafección política, la crisis, y la necesidad de protección, el estilo populista marcó entonces las ideologías. El comunismo, que adquirió las formas del populismo, dio el «sorpasso» a la socialdemocracia en el corazón de las izquierdas, y el fascismo hizo lo propio con el conservadurismo nacionalista. Líderes carismáticos que decían encarnar el «espíritu de la gente», «los verdaderos patriotas», como Lenin o Mussolini, prometían reconstruir la comunidad sobre valores colectivistas y nacionales, que señalaban a un enemigo interior y exterior. Se erigieron en únicos portavoces de la voluntad popular, y quebraron la legalidad para instaurar su utopía.
«Libertad, ¿para qué?», respondió Lenin a Fernando de los Ríos, lo más parecido a un socialdemócrata en España, en su viaje a la Rusia soviética. Aquel comunista, que había encontrado en el populismo la clave para enfrentarse a sus adversarios, destruyó la incipiente democracia para tomar el poder en nombre de «la gente». Y dio la vuelta a la estructura de poder, de abajo arriba, con los soviets dominados por los comunistas, «empoderando» falsamente al pueblo, que veía cómo los bolcheviques usaban un discurso «democrático» al objeto de quedarse para siempre en el poder. Así lo contó Ayn Rand en su novela autobiográfica «Los que vivimos» (1936). Hitler, que tanto aprendió de Lenin, a decir de su coetáneo el periodista Chaves Nogales, tomó de los bolcheviques su forma discursiva, organizativa, y liquidadora. Aquel nacionalsocialismo exhalaba populismo: el gran pueblo alemán, virtuoso, con un destino, precisaba un Estado independiente y fuerte para volver a la comunidad soñada y merecida.
El populismo es contagioso, e invadió entonces a casi todos los partidos, sin otra arma para oponerse a sus rivales. Esa radicalidad convirtió gobiernos representativos débiles en regímenes autoritarios o totalitarios entre 1918 y 1939, como Alemania, Italia, Rusia, Polonia, Hungría, Portugal, Bulgaria o Grecia. El Viejo Continente tuvo que pasar por una guerra para que la conciencia del europeo prefiriera las soluciones de consenso, y, al menos en el Oeste, se valorara la libertad. Ahora vivimos la reacción y la consecuencia al modelo posbélico, y el fantasma del populismo recorre de nuevo Europa. Es una involución en nuestra historia, donde la sociedad abierta se había impuesto tras un siglo XX de totalitarismos y sangre. La polarización entre democracia y populismo, como hace cien años, es cada vez más evidente.
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