Elecciones en Francia
El laboratorio obrero de Le Pen
El paro, el cierre de fábricas y el «hartazgo» de la vieja política han abonado el terreno en esta mancomunidad para el triunfo de la ultraderecha, que exhibe en su intento de asaltar el Elíseo
El paro, el cierre de fábricas y el «hartazgo» de la vieja política han abonado el terreno en esta mancomunidad para el triunfo de la ultraderecha, que exhibe en su intento de asaltar el Elíseo
Gérard es un jubilado que trabajó en los tiempos dorados de la fábrica Renault. Apura su café mientras tacha las casillas de su apuesta de lotería en el bar Le Chanzy, en la plaza central de Hénin-Beaumont, donde los comerciantes recogen sus puestos ambulantes de frutas y verduras tras otra mañana de viernes. «¡Es de lo poco que te puede hacer ganar dinero aquí!», dice con una sonrisa mirando el boleto que acaba de rellenar. Deja claro desde el primer minuto que no quiere hablar de política aunque, sin insistirle, recite de carrerilla todo el discurso antiélites y eurófobo de Marine Le Pen. «Los socialistas fueron unos corruptos cuando estaban en la alcaldía y al Gobierno siempre le ha dado igual esta región», dice Gérard, que aunque no aclara si es votante de la ultraderecha, justifica que su ciudad se haya convertido en el feudo obrero de Marine Le Pen y la gran vitrina del Frente Nacional desde que ganaran la alcaldía hace tres años con más del 50% de los votos. «On est pas fachos, on est fachés» (No somos fachas, sino que estamos jodidos), sentencia este jubilado. Una frase que resume a la perfección lo que sienten los 125.000 habitantes de esta mancomunidad que agrupa a 14 municipios a escasos kilómetros de la frontera belga, y que ha sufrido como pocas las consecuencias del cierre de fábricas y las deslocalizaciones. La tasa de desempleo se dispara aquí al 19%, doblando la media nacional.
Hénin-Beaumont siempre estuvo gobernada por la izquierda desde la Segunda Guerra Mundial. «Siempre ha sido zona de rojos», dice Jean-Claude, un profesor a punto de jubilarse que hace sus compras semanales en el marcado ambulante y que no oculta su decepción con la deriva ultraderechista de la ciudad, aunque entienda sus causas. «Las fábricas que no echaron el cierre, despidieron a gran parte de su plantilla. Aquí casi todos son hijos de inmigrantes, muchos españoles, italianos y polacos. Sobre todo los polacos han acabado votando a Le Pen». Jean-Claude afirma que se sienten observados desde la llegada al poder municipal del partido de Le Pen. «Aquí han venido periodistas de Japón y Australia creyendo que iban a encontrar una ciudad anclada en la Alemania nazi (...) y se han decepcionado encontrando la dura realidad, la desolación. No es fascismo, es hartazgo».
La estrategia de Le Pen en la región empezó hace más de una década, cuando la crisis económica estallaba a fondo y el exalcalde socialista del municipio, Gérard Dalongeville, era encarcelado por malversación de fondos públicos. Le Pen vio en Hénin-Beaumont su trampolín, un lugar idóneo donde apropiarse del discurso antiglobalización, anticorrupción y antiélites. Una ciudad de talla exacta: lo suficientemente abarcable como para hacer trabajo puerta a puerta y convenciendo a sus vecinos, pero al mismo tiempo, lo necesariamente grande como para tener repercusión nacional. El discurso del partido en su feudo obrero tomó distancia del Frente Nacional de la Costa Azul, la otra región de Francia donde tiene fuerte implantación, allí con un relato más burgués, viejo y anclado en la ideología del fundador, Jean-Marie Le Pen.
Catherine y Martine, dos amigas cuadragenarias que pasan por la puerta del ayuntamiento, admiten haber votado en las municipales al actual alcalde, Steeve Briois, que es también uno de los vicepresidentes del partido, eurodiputado y hombre fuerte del aparato. «Tiene las calles muy limpias y todo saneado. Para el año que viene ha prometido cámaras de videovigilancia». Ambas coinciden en defender la nueva cara del partido ultraderechista: «Ella (Le Pen) no es racista, pero quiere controlar la migración», añaden. La sensación de invasión y el miedo a la globalización se mezclan en un caldo que el Frente Nacional sabe cocinar apuntando con el dedo a enemigos claros: los grandes partidos, el mundo de las finanzas y Bruselas. Esta zona obrera del norte ya votó en 2005 contra la Constitución europea con un nítido 75% de rechazo.
En Hénin-Beaumont no todo el mundo quiere hablar con los periodistas, algunos por cansancio de ver su ciudad expuesta como feudo de la ultraderecha, otros por las consecuencias que de ello se pueda derivar. «Tengo libertad, claro, pero trabajo con el ayuntamiento en algunas cosas y prefiero ser prudente», dice Jean, responsable de una inmobiliaria que nos pide que no figure su nombre real en este reportaje. Jean explica que el ayuntamiento ejerce acciones coercitivas de baja intensidad: «No son amenazas directas ni insultos, pero si eres próximo a ellos te va a ir mejor, todos lo saben».
Este ambiente es descrito aún con más nitidez desde dentro de los muros de la alcaldía. Marine Tondelier es una de las pocas consejeras de la oposición en el municipio. Esta ecologista treintañera se ha convertido en el azote del Frente Nacional en su nido. Acaba de publicar un libro, «Noticias del Frente», en el que explica cómo es la gestión que hace la ultraderecha de su ciudad. Tondelier cuenta, en entrevista para LA RAZÓN, que la principal política del alcalde es la propaganda. «Fomentan un clima de odio en las redes sociales porque no soportan la confrontación de ideas, necesitan ese tipo de violencia», dice la ecologista, que reconoce haber sido amenazada e incluso insultada en plenos municipales. Las amenazas se intensifican cuando se trata de funcionarios de la propia alcaldía, a quienes «se les mete una gran presión» y a los que en ocasiones se «espía» en redes sociales. Para escribir su libro, Tondelier se ha entrevistado con funcionarios municipales que «explican escenas alucinantes de violencia psicológica».
Esta joven «comprende y comparte el hartazgo» que ha hecho que sus vecinos diesen el poder al FN. «Es complicado explicar sobre el terreno a los vecinos que hay que cerrar una fábrica de motores diésel para hacer una transición energética hacia las eólicas y que mientras tanto, te vayan votando en las regionales para que un gobierno de signo ecologista ponga las condiciones e incentivos de formación adecuada a esos trabajadores». Un mensaje que lucha contra el abonado aquí por la ultraderecha desde hace más de una década.
Le Pen ha hecho de este municipio su vitrina para las clases populares. Un símbolo dirigido a otros lugares de Francia para que le permitan romper el «techo de cristal» con el que siempre se topa el Frente Nacional para acceder al poder. En esta anómala campaña francesa, alejada de la dicotomía tradicional entre conservadores y socialistas, Le Pen ha jugado su apuesta con una planificación extensiva de votantes cuyos cimientos datan del siglo pasado, cuando el partido seguía siendo un reducto más o menos exitoso de algunas clases pudientes de la Costa Azul. El laboratorio obrero del FN comenzó a gestarse con vistas a un futuro acelerado por la crisis económica. Ahora es el momento de activar la tecla que pone a esa maquinaria engrasada en marcha.
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