Francia
El precio de la paz social
El movimiento difuso y disperso de los chalecos amarillos guardó mayormente silencio en los días después del brutal atentado en Estrasburgo, pero en las redes se hizo evidente que los distintos grupos que lo componen no cesarían en su intento de prolongar las protestas y con eso la presión sobre el Gobierno. Las medidas anunciadas el lunes por Macron a modo de contención han sido interpretadas, al menos por una parte del movimiento, como un intento insuficiente de calmar los ánimos. Ayer, volvieron a la calle al grito de «No queremos las migas, queremos la panadería». El aumento del salario mínimo (SMI) en 100 euros, financiado integramente como subvención del Estado, tanto como el aumento fáctico en las jubilaciones medias y los pagos por horas extras libres de impuestos correrán por cuenta del Estado, y es por lo menos dudoso si realmente ayudan a los más necesitados. Y en definitiva, no responden a uno de los orígenes clave de las protestas, que era el descontento con infraestructuras y servicios públicos cada vez más reducidos en muchas de las regiones del país. A este empeoramiento real y subjetivo de las condiciones de vida, las propuestas de Macron no dan ninguna respuesta concreta, al contrario, parece seguir adelante con sus planes de privatizar buena parte de estos servicios.
Quedó claro que el presidente francés no dió su brazo a torcer en su línea general tendente a una reforma liberal. La reivindicación más resonante del movimiento –y de una mayoría de la población francesa que lo apoya– es la reintroducción del Impuesto sobre el patrimonio ISP para reajustar la redistribución de cargas en el proyecto de reformas. El ISP afectaba sobre todo a los grandes patrimonios. Macron se negó rotundamente, ya que la reducción de impuestos para empresas y empresarios es el eje fundamental de su estrategia de crecimiento y bienestar por inversiones, una versión adaptada al contexto francés actual del ya algo desgastado efecto goteo de los noventa.
En este sentido, Macron, a diferencia de otros presidentes anteriores, hasta el momento ha salvado al menos su imagen de coherencia, sobre todo ante los mercados y actores externos. Por ahora además, la mayoría confortable de su movimiento férreamente dirigido en el Parlamento, le permite mantener su margen de maniobra legislativo y político. Sin embargo, desde una parte del sector más conservador en Alemania, empeñado en su estrategia de austeridad, ya resuenan los primeros comentarios críticos frente al aumento de gasto y déficit que las medidas podrían suponer para Francia. Todavía de forma más bien sútil, se asoma el reproche de debilidad y vuelta a los viejos hábitos franceses, a los que Macron supuestamente sucumbió. Aunque el coste total de las promesas de Macron se calcula en una suma más bien limitada de 10 mil millones de euros, surge la pregunta de cómo financiarla sin aumentar los impuestos. Se teme que Francia sobrepase los criterios de Maastricht, y con eso se haga más complicada la negociación por las fantasías presupuestarias del Gobierno populista italiano.
Si bien las críticas alemanas obviamente también sirven para reducir la presión que las iniciativas europeístas de Macron impusieron a los sectores más conservadores del ensimismado y no muy entusiasmado Gobierno alemán, constituyen otro desafío más para el liderazgo del presidente francés. Un desafío al que solamente puede hacer frente cerrando el flanco abierto en el déficit y profundizando su dinámica de iniciativas para superar el estancamiento del proyecto comunitario con una visión política de mayor profundización y cohesión. Porque un fracaso de Macron sería fatal no sólo para Francia, sino, en este momento de transición política en Alemania, también para Europa.
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