40 años de las primeras elecciones
El viaje a EE UU que cambió la imagen de España
Don Juan Carlos conquistó Washington en 1976. A partir de entonces la comunidad internacional supo que la democracia española iba en serio.
Don Juan Carlos conquistó Washington en 1976. A partir de entonces la comunidad internacional supo que la democracia española iba en serio.
Mitterrand fue excesivamente despectivo y hasta grosero: «Yo nunca he creído en Juan Carlos, ese rey de tercera mano, pero le compadezco sólo al pensar en la ola que se lo llevará por delante...». El luego presidente francés fue uno de los cínicos mayores del siglo XX. Ahora bien, las dudas sobre la viabilidad de la democracia española habían aflorado en muchos lugares del mundo desde el inicio de la Transición. Ese cuestionamiento era alimentado desde dentro. En los primeros meses, el Rey, llamado a ser el motor del cambio, era despreciado por la izquierda, los comunistas prodigaban los comentarios despectivos, los socialistas lo cuestionaban públicamente y tampoco era querido por la derecha franquista. Esto suscitaba dudas fuera. Varios periodistas extranjeros que tuvieron acceso al monarca vislumbraron, sin embargo, que el Rey iba en serio. Uno de ellos, Arnauld de Borchgrave, escribió «Newsweek», unos dos millones de ejemplares de venta, que el Rey, comentando los remoloneos de Arias Navarro para traer el cambio, había dicho que su presidente era «un desastre sin paliativos».
El viaje de Don Juan Carlos a Estados Unidos, bien preparado por Areilza, sería un antes y un después. El objetivo era presentar a la nueva España en sociedad, en la nación más importante del mundo, que celebraba entonces con pompa su segundo centenario. La operación, para la que se contrató incluso a la empresa de relaciones públicas Burson-Masterller, resultó un éxito personal del Rey que redundó importantemente en la credibilidad democrática de la Transición. Hubo dos cenas de gala con el presidente Ford, entrevistas con intelectuales y con dirigentes empresariales, visita al Council of Foreign Relations y, sobre todo, una alentadora intervención del Rey en el Congreso. Si los cronistas sociales que habían asistido a las cenas mostraban su aprobación –«es un rey moderno, a cien años luz de actitudes dictatoriales del pasado», «la reina es amistosa y discreta» y ha manifestado (‘The New York Times’) que «las corridas tienen mucho colorido, pero no me gusta ver morir animales»–, el acto del Congreso tendría mayor calado y repercusión. Don Juan Carlos profirió frases pertinentes para los que anhelaban la democracia, «la monarquía impulsará el acceso ordenado al poder de las distintas alternativas de gobierno según los deseos libremente expresados» (ovación en el hemiciclo)y los padres de la patria yanqui lo aplaudieron largamente.
Parte de la izquierda española recibió con reservas la alocución, pero los titulares estadounidenses mostraban que el Rey había dado varias vueltas al ruedo en la plaza más importante. Resultaban elocuentes: «España, un nuevo rey de peso» («Time»), «Un rey para la democracia» («NY. Times»), «Esperanza para España»(«Boston Globe»), «Visita de Juan Carlos: empuje para la democracia»(«C. Science Monitor»)...
El acceso de Suárez al poder fue una nueva bocanada de curiosidad, aunque los interrogantes sobre su pasado franquista afloraban en las crónicas y en las embajadas extranjeras. En los países con los que se establecieron relaciones diplomáticas plenas, Unión Soviética, Polonia, Hungría... el experimento era seguido con interés. En Iberoamérica con pasión, aunque las autoridades aztecas se hacían paradójicamente las estrechas. Eran las únicas que se resistían a establecer relaciones mientras en España no hubiera elecciones. Qué morro. Que España, con relaciones con todo el mundo, menos Israel y México, tuviera que obtener el nihil obstat democrático del país virginal regido sempiternamente por el PRI era un sarcasmo. González de Mesa, nuestro representante oficioso en México, hizo ver al ministro de Exteriores Roel que estaban tocando el violón y que a estas alturas España podía vivir sin relaciones oficiales con el país hermano. Por fin, las establecimos en la primavera de 1977 meses antes de las elecciones.
Las primeras elecciones democráticas despertaron enorme expectación en Occidente e Iberoamérica. Hubo una avalancha de enviados extranjeros. Revistas francesas y americanas dedicaron varias páginas al acontecimiento. La francesa «L’Express» hablaba de una campaña digna y libre, la primera desde febrero del 36, «de la que saldrá una España ni negra ni roja». «Le point» titulaba «La muerte de los viejos demonios», y señalaba que Suárez había quemado etapas hacia la democracia y hablaba de un cura de Ibarruri que manifestaba que «ETA es nuestro Ejército». «Time» (cinco páginas) piropeaba a Suárez –«ha convencido de que traerá el cambio sin riesgos y sin trauma»– y «Newsweek» entonaba que el Rey había acertado escogiendo a Suárez: «No fue un error, eligió al hombre adecuado para un trabajo extremadamente delicado». El político había mostrado valentía y habilidad legalizando al PC en contra de los ultras franquistas. Varias publicaciones apuntaban a que a la Pasionaria, a diferencia de a Carrillo, se le había parado el reloj diciendo que comunismo sólo había uno y alabando a la Unión Soviética.
Suárez estaba de moda en el exterior, viví su estupenda acogida en Portugal, aunque el americano Carter, un hombre bien intencionado con mala suerte, no le dio mucha bola cuando lo recibió en Washington antes de las elecciones. No le ofreció un almuerzo porque el abulense no hablaba inglés (grotesco y ridículo) y sólo le dedicó una hora. Suárez, que tenía sentido del Estado, volvió un poco escamado. El mundo, sin embargo, le sonreía y en Iberoamérica, como Felipe, arrasaba. Lo vi.
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