Análisis

Donald Trump y Boris Johnson, los límites del populismo conservador

Ambos recuperaron la confianza de las clases trabajadoras en los conservadores recurriendo a las tesis «nacional-populistas»

Reunión bilateral entre Boris Johnson y Donald Trump en la cumbre del G-7 celebrada en Biarritz en 2019
Reunión bilateral entre Boris Johnson y Donald Trump en la cumbre del G-7 celebrada en Biarritz en 2019STEFAN ROUSSEAU / POOLAgencia EFE

“Los hechos nunca deben interponerse en el camino de una buena historia”, dijo Boris Johnson, el primer ministro británico. Tras repetidos escándalos y una mentira de más -o un “fake”, por utilizar la expresión de Donald Trump-, el “prime minister” dimitió. Fue el final de un fenómeno fuera de lo normal que revolucionó la forma de hacer política e inspiró a muchos seguidores, en primer lugar, a Donald Trump que se inspiró mucho en la campaña del Brexit. A fuerza de romper los códigos de ética política, Boris Johnson acabó rompiendo su propio juguete, el partido conservador británico.

Unos años antes de Donald Trump, Johnson había modernizado lo que Berlusconi e incluso Sarkozy habían conseguido antes que él: hacer triunfar a la derecha clásica recurriendo al populismo nacional. Trump y Johnson llegaron al poder político después de aupar a los partidos conservadores en sus respectivos países. Sus programas son simplistas, con el lema “Get Brexit done” para Boris Johnson y “Make America Great Again” para Trump. Este simplismo es su mejor aliado en las democracias socavadas por las redes sociales utilizadas para influir en los resultados electorales.

Ahora bien, para el político británico, ganarse al electorado no era obvio porque formaba parte de la élite, e incluso de la élite gobernante. En estas condiciones, para lograr encarnar a un supuesto “pueblo” contra las “élites”, Johnson tuvo que basar toda su estrategia en una campaña de comunicación que promoviera una forma de ruptura. Al igual que Trump, Berlusconi, Salvini y muchos otros populistas, trabajó para recuperar a las clases trabajadoras recurriendo a las tesis “nacional-populistas”. Pero al mismo tiempo, ha trabajado en una ruptura de estilo, de postura.

Al igual que su colega estadounidense, no dudó en ser vulgar o insultante. Con un estilo muy directo, estableció múltiples “nosotros contra ellos” designando a sus oponentes como “santurrones” y pretendiendo decir en voz alta lo que la gente pensaba. Además, unos años antes de Trump, Johnson desafió profundamente la mínima relación con la veracidad que se exige a los políticos. Boris Johnson marcó la pauta de la “posverdad”. No la mentira, que existe en la política desde hace mucho tiempo, pero que no tiene ninguna relación con la verdad. No sólo la realidad ya no es importante, sino que tampoco lo es la coherencia. Decir todo y su contrario se convierte en la norma. El objetivo es confundir hechos y opiniones, inducir a la confusión a gran escala.

Boris Johnson había encendido todos los fuegos posibles a imagen y semejanza de su homólogo estadounidense, Donald Trump, para ser inamovible. Los dos hombres tienen en común sus peinados rubios como el peróxido y un populismo en las redes sociales que ha transformado profundamente la vida política en sus respectivos países y más allá.

Con sus respectivos fracasos políticos, Johnson y Trump han demostrado los límites de un populismo que, con las herramientas virtuales y mediáticas del momento (como el “pajarito azul” anunciando horrores populistas), es en realidad un fenómeno clásico en el que el político transgrede los medios comúnmente aceptados para conseguir sus fines, es decir, el acceso al poder. Sin embargo, lo que caracteriza a la democracia es el hecho de que no todos los medios se consideran buenos para llegar al poder. Calumniar a un oponente, usar la violencia, amenazar,

ocultar, engañar, todo ello está comúnmente mal visto. La democracia presupone una base ética mínima. Para llegar al número 10 de Downing Street, Johnson hizo añicos esta base ética tan arraigada en Reino Unido. Lo mismo le ocurrió a Donald Trump cuando entró en el Despacho Oval.

En toda Europa se extiende esta tentación disruptiva de la política, a menudo en detrimento del respeto a los interlocutores y del respeto a la veracidad. La “disrupción” que Johnson ha establecido como modelo es una reacción que se alimenta de la desconfianza y el apolitismo que florece en nuestras democracias. Es demasiado pronto para medir el daño que Donald Trump y Boris Johnson han hecho a la “decencia común” que el escritor George Orwell observó en las clases trabajadoras del otro lado del Channel. Está claro que ninguno de ambos mandatarios ha tenido éxito. No consiguieron destruirla por completo. Los hechos estropearon la “buena historia” de BoJo.

Los dos histriones políticos tuvieron que abandonar el escenario en contra de su voluntad, pero continúan encarnando un modelo de liderazgo occidental bastante dañino para la democracia porque sustituyen el discurso político sustantivo por verdades alternativas y chistes. Sus enfrentamientos caricaturescos vacían, en primer lugar, el debate público de su contenido y, en segundo lugar, conducen a la reescritura de la historia. Hará falta algo más que la lamentable dimisión de Johnson y una investigación sobre el asalto del Capitolio para invertir esta tendencia.

Frédéric Mertens de Wilmars es profesor y coordinador del Grado en Relaciones Internacionales en la Universidad Europea de Valencia