Opinión

El día que conocí a Gorbachov y me reconoció que el socialismo había fracasado

El último dirigente soviético supo desde el principio que había que poner fin a 70 años de dominación sobre los países satélites fuera de las fronteras de la URSS

El último presidente de la URSS, Mijail Gorbachov, en el anuncio de Pizza Hut
El último presidente de la URSS, Mijail Gorbachov, en el anuncio de Pizza HutlarazonAgencia AP

Hace varios años, hablé con el último presidente de la URSS, Mijail Gorbachov. Lejos de renegar de su ideología, me dijo que se dio cuenta muy pronto de que el socialismo había fracasado claramente –pero no lo reconocieron sus compañeros– y que no dudó en adoptar reformas liberales que rompieran un régimen autoritario, rígido, improductivo y sobre todo corrupto. Desde el principio, supo que había que poner fin a 70 años de dominación sobre los países satélites fuera de las fronteras soviéticas, dejando caer el Telón de Acero y poniendo fin a la Guerra Fría.

Su ascenso político fue meteórico. A los 39 años, fue el primer secretario del PC regional. Un año después, fue cooptado como miembro de pleno derecho del Comité Central del PC de la URSS. En 1978, fue ascendido al cargo de ministro de Agricultura. Cuatro años después, Andropov llegó al poder. Gorbachov esperaba que las ideas que compartía con Andropov sobre cómo desbloquear la sociedad se hicieran realidad. Pero Andropov murió en 1984, antes de poder poner en práctica incluso el esbozo de las reformas previstas. Su muerte podía haber sido el freno definitivo de la carrera política de Gorbachov. Pero incluso en aquella burocracia de códigos fijos, Andropov le había designado claramente como su heredero. No esperó mucho para convertirse en el número uno.

El 10 de marzo de 1985, llegó al poder, consciente de que se enfrentaba a fuertes oposiciones, preguntándose si era posible lograr cambios profundos para el país, ya que la situación era insoportable tanto para el régimen como para el pueblo. En menos de un año, destituyó a 117 altos cargos y funcionarios del aparato. Sobre todo, comprendió que la URSS necesitaba urgentemente, no una simple modernización, sino una reestructuración del modelo existente. De ahí la perestroika, la renovación de la economía, la revisión de las prácticas existentes y la necesaria democratización del sistema soviético para preservar su influencia geopolítica en un mundo homogeneizado por Estados Unidos.

Pero ¿cómo podía ser rápido el progreso en una economía cuyo gasto militar era mayor que el de Estados Unidos, mientras que el PNB de la URSS era apenas una cuarta parte del de Estados Unidos? Frente a la resistencia del viejo sistema soviético, Gorbachov se apoyó directamente en la opinión del pueblo soviético e internacional, jugando con la transparencia, la «glasnost», lo que dio lugar a la libertad de prensa y a la aparición en todo el país de manifestaciones a veces hostiles, a veces favorables, que antes estaban prohibidas.

A nivel internacional, Gorbachov cambió rápidamente las líneas en los «países hermanos» de Europa del Este (Polonia, Hungría, Bulgaria, Alemania del Este, etc.). En noviembre de 1986, en una cumbre secreta en Moscú, anunció a los asombrados dirigentes del Este que a partir de entonces había que tener en cuenta las leyes del mercado y, sobre todo, que cada nación tenía derecho a elegir su propio modelo de desarrollo, capitalismo o socialismo. Fue el fin de la doctrina de la soberanía limitada que autorizaba todas las intervenciones armadas soviéticas, como la realizada contra la Primavera de Praga en 1968.

El error fatal de Gorbachov fue imaginar que los líderes y los pueblos de estos países seguirían el camino de la reforma prudente iniciada por la URSS. Esta nueva libertad de elección, combinada con la ausencia de riesgo de intervención armada, alentó la venganza de los nacionalistas que habían sido subyugados por Moscú durante 70 años. La ironía de la historia es que el error de Gorbachov le valió una gran popularidad en Occidente, mientras que el pueblo soviético sólo le veía como el responsable del colapso del imperio y de una catástrofe económica a veces peor que los años de privaciones de los más terribles días del estalinismo.

Tras la caída del Muro de Berlín, Gorbachov fue atacado por su derecha por los conservadores, que no aceptaban que socavara los logros del socialismo, y por los partidarios de la reforma acelerada liderados por Boris Yeltsin, que se convirtió en el rival de facto de Gorbachov. Fue un conflicto entre Rusia y la URSS hasta diciembre de 1991, que Gorbachov perdió. Pensó que podía haber ganado si Occidente hubiera tomado la justa medida de lo que ocurría en su país y le hubiera ayudado, como EE UU había ayudado a Alemania en 1945, con un gigantesco Plan Marshall que estimó en 50.000 millones de dólares.

Un grotesco golpe de Estado fallido el 19 de agosto de 1991 dejó el campo libre a Yeltsin, que se subió a un tanque frente al Kremlin y apareció –sobriamente– como el hombre que había derrotado a los conspiradores y allanado el camino a una Rusia oligárquica, sometida a continuación a la voluntad de un hombre, Vladimir Putin.

* Frédéric Mertens de Wilmars es profesor y coordinador del Grado de Relaciones Internacionales en la Universidad Europea de Valencia