Brasil
Icono progresista hundido en el fango de la corrupción
Luchador impenitente, el obrero metalúrgico que llegó al Palacio de Planalto parece haber perdido su batalla más dura. Su situación judicial marca el ocaso del líder popular más votado en la historia del país y uno de los «políticos más populares de la Tierra», como llegó a decir Barack Obama de él en 2009. Con la decisión del Supremo Tribunal Federal, que le condena a entrar en la cárcel irremisiblemente, el ex presidente Luiz Inácio Lula da Silva (2003-2010), favorito en las encuestas para las elecciones presidenciales de octubre, vivirá a partir de ahora en una celda de 15 metros cuadrados.
La corrupción, llegó a decir durante su mandato, «está en todos los sectores de la sociedad», incluidos «la política y el poder judicial», pero él se declaraba entonces (2007) inmune a ella. Sin embargo, la sombra del delito le persiguió durante su mandato, con sonados escándalos como el «Mensalao», por el pago de sobornos a cambio de apoyos parlamentarios.
Lula ganó muchas batallas en su vida –incluida la de la marginación en un país con una profunda brecha social y la guerra contra el cáncer de laringe que libró tras dejar el poder–, pero esta vez perdió el pulso. Nacido en 1945 en Pernambuco, en el empobrecido noreste brasileño, emigró con su madre y sus siete hermanos a Sao Paulo en busca de su padre, un campesino analfabeto y alcohólico que tuvo 22 hijos con dos mujeres y a quien Lula conoció cuando tenía tenía años.
Trabajó en la calle, como vendedor y limpiabotas, y a los 15 años se hizo tornero y se acercó al movimiento obrero. Llegó a presidir el poderoso sindicato metalúrgico y saltó a la política a finales de los 80, en los estertores de la dictadura, desgarrado por la muerte de su primera esposa, María Lourdes, por falta de atención médica durante su embarazo.
Se unió a políticos de izquierda para fundar el Partido de los Trabajadores (PT) y estrenó una carrera meteórica antes de soñar con la presidencia de Brasil, un cargo al que llegó en 2002, en su cuarto intento. En ocho años de gestión sacó de la pobreza a 28 millones de personas y lideró una «revolución» pacífica que situó a Brasil entre los protagonistas de la agenda mundial. Pero ya en 2005 su Gobierno empezó a verse afectado por los primeros escándalos de corrupción del PT. «Nadie tiene más autoridad moral y ética que yo para transformar la lucha contra la corrupción en práctica cotidiana», dijo.
Lula buscó alianzas para la reelección y, con una popularidad del 87% al final de su gestión, eligió a Dilma Rousseff para continuar el proyecto. Su plan, sin embargo, se vino abajo por una crisis que combinó una depresión económica con la escasa popularidad de Rousseff y un pacto de sus antiguos aliados para terminar con la «era PT» en agosto de 2016. El zarpazo aceleró la caída de Lula, cercado por la Justicia en un pacto «casi diabólico» –en palabras del ex presidente– para evitar su vuelta al poder. «Tengo una historia pública conocida. En Brasil sólo me gana Jesucristo», llegó a decir en su defensa, mientras un fiscal se atrevía a calificarle como «el comandante» de la mayor trama de corrupción del país. Hoy, a sus 72 años, Lula está muy lejos de ser «el líder más influyente del mundo» que ocupaba portadas de «Time». Otra «torre de babel» que se desmorona en Latinoamérica. No será la última. La trama Odebrecht promete llevarse por delante a otros ex presidentes.
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