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Estados Unidos

Nosotros, el pueblo republicano de EE UU

La Declaración de Independencia forjó un patriotismo marcado por la libertad, los derechos y la soberanía del pueblo. La bandera confederada no representa esos ideales

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La Declaración de Independencia forjó un patriotismo marcado por la libertad, los derechos y la soberanía del pueblo. La bandera confederada no representa esos ideales

Ninguna «chusma sin preparación» podrá hacer frente a unas «tropas entrenadas», dijo el general británico John Burgoyne refiriéndose a los colonos ingleses de América. Nada más lejos de la realidad. El problema era que el Gobierno inglés había establecido unos impuestos en las colonias desde el fin de la guerra con Francia, en 1763, sin el cometimiento de las asambleas coloniales, lo que rompía la tradición parlamentaria inglesa, y convertía a Jorge III en un rey tirano. Thomas Paine, en su Common Sense, del que se hicieron 25 ediciones sólo en 1776, lo llamó «Bruto Real», y exigió la independencia inmediata: «Por todos los santos, lleguemos a una separación definitiva». No eran chusma, era una opinión pública en contra de una forma de gobierno, y con una idea ilusionante y clara: «El nacimiento de un nuevo mundo –escribió Paine– está cerca». Los enfrenta-mientos entre colonos y tropas inglesas surgieron en la zona más desarrollada y próspera: Massachusetts. Boston era el centro de los disturbios, que comenzaron en abril de 1775. El Gobierno británico, creyendo que hacía frente a unas bandas de instigadores sediciosos, ordenó a su comandante en la región, el general Gage, que arrestara a los cabecillas, desmontara su organización, y asentara la autoridad del Imperio. Las tropas de Gage se dirigieron a Concord, donde estaba al arsenal rebelde, pero por el camino John Hancock y Samuel Adams levantaron en armas a los granjeros, los «minutemen», milicianos de acción inmediata. Los atacaron durante todo el recorrido, resultando 263 casacas rojas muertos, y 95 colonos. Dos meses más tarde, en junio de 1775, se produjo la primera batalla formal para dominar Boston: la toma de Bunker Hill, en Charleston. El Ejército británico perdió el 40% de sus tropas porque se enfrentó a un enemigo no convencional: se ocultaban tras los árboles hasta que disparaban y luego se retiraban rápidamente: «¡Qué sistema más desleal de combatir!», escribía un soldado británico. Las noticias llegaron al Segundo Congreso Continental, en Filadelfia. Formaron entonces un gobierno central para las colonias y un Ejército propio, a cuyo mando se puso a George Washington. Emitieron papel moneda para sustentar a las tropas y reunieron un comité para negociar con otros países. Los norteamericanos se prepararon así para hacer la guerra a la máxima potencia del siglo XVIII. Aquellas noticias también llegaron a Londres, y Jorge III proclamó a las colonias en abierta rebelión.

En octubre de 1775 las acusó de independentistas, y en diciembre declaró piratas a los barcos coloniales. El camino a la independencia estaba servido. El 4 de julio de 1776, los delegados aprobaron oficialmente la Declaración de Independencia. Era un documento de mil trescientas palabras escrito principalmente por Thomas Jefferson, de Virginia. En el texto se hacía culpable al rey, considerado el último vínculo entre los colonos y el Imperio, y responsable de los agravios económicos, sociales y políticos cometidos contra los norteamericanos desde 1763. La política de Jorge III, concluía, conducía a «establecer una tiranía absoluta». En las ideas de Jefferson estaba la exaltación de la virtud cívica y la búsqueda del bien general del inglés Bolingbroke, el iusnaturalismo de John Locke, la concepción del poder de Montesquieu, y la idea de comunidad de Rousseau. De esta manera, aquel patriotismo forjado en Norteamérica quedó marcado por tres elementos: la necesidad de la virtud política para conservar la libertad, la concepción radical de los derechos naturales, y la soberanía del pueblo. La Declaración de Independencia fue una brillante exposición de los ideales de la Ilustración, que siguen vigentes en muchos casos. Todos los hombres, decía, eran creados iguales con derechos inalienables; entre ellos, la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad. Eran «verdades» comunes para una comunidad profundamente heterogénea como era (y es) la norteamericana. La Declaración se convirtió en un texto de aplicación universal que prometía una reordenación de la vida con una nueva moral como guía del comportamiento cívico. Los norteamericanos resucitaron el republicanismo renacentista con una imagen utópica de la República romana, habitada por granjeros-ciudadanos celosos de sus derechos y de su libertad, que al defender su modo de vida sostenían las libertades de la comunidad. El republicanismo lo entendieron como una forma de gobierno y de vivir en comunidad. Frente a una Inglaterra corrupta en la moral privada y en la práctica política, los republicanos levantaban la bandera del patriotismo: una actitud basada en la defensa de una tierra regida por leyes que les convertían en hombres libres, y que por esa razón merecía la pena ser defendida.

Ese patriotismo se presentó como la recuperación de los valores y principios que ya en la Antigüedad griega y romana habían hecho posible la libertad. Los que defendieron aquellos principios tomaron el nombre de «patriotas». No era una idea limitada a los norteamericanos: la hicieron suyos los irlandeses en 1778, los neerlandeses en 1785, los franceses en 1789, y los españoles en 1808; era aquello que escribió Álvaro Flórez Estrada en su exilio de Londres: «Sin libertad no hay patria», o Argüelles después de la aprobación de la Constitución de 1812: «Españoles, ya tenéis patria». No obstante, el patriotismo en Francia, según el historiador François Furet, se vinculó a una revolución permanente, violenta y totalitaria cuando la definición de los principios que constituían el republicanismo, la ciudadanía misma, quedó en manos de los jacobinos. Robespierre se hizo llamar «El Incorruptible» porque la virtud, según él, guiaba su vida privada y decisiones políticas. Aquella virtud del patriota derivó hacia conceptos como pecado, herejía, arrepentimiento o regeneración que instalaron el terror. La interpretación de las ideas roussonianas permitió a los jacobinos convertirse en dictadores que decidían qué derechos tenían los ciudadanos, incluido el de la vida. Era la religión del Estado que intentaba penetrar en la vida de los ciudadanos y en su conciencia. Ese patriotismo jacobino consideraba, siguiendo a Rousseau, que el hombre perdía sus derechos al pertenecer a una sociedad, y que era el poder político el que concedía dichos derechos. Era la «democracia totalitaria», en expresión de Jacob Leib Talmon, ideada para construir una sociedad homogénea. La dictadura estaba servida. El patriotismo norteamericano, en cambio, se aferró a la defensa de los derechos naturales del hombre y su reconocimiento por parte del poder, y esto justificaba la existencia de instrumentos para impedir la arbitrariedad de los gobiernos: el constitucionalismo, el imperio de la ley, la separación de poderes, las elecciones libres y periódicas, el gobierno representativo. Los liberales españoles de comienzos del XIX adoptaron inicialmente, y sin éxito, el modo norteamericano: el patriotismo era el amor a la tierra de los padres y la defensa de las leyes propias que hacían independiente a la nación y, por tanto, libre. El comportamiento patriótico era el sacrificio individual para conseguir la felicidad de la nación. Ese sacrificio sólo era posible gracias a las virtudes cívicas: el amor a la libertad, el deseo de justicia, la solidaridad, la honradez, o la integridad. Aquel patriotismo contenía un planteamiento ideológico y una carga moral. Los patriotas liberales, al igual que los norteamericanos, interpretaban la historia española como la lucha contra la tiranía. Esa comunidad patriótica, la nación, el pueblo, estaba representada por símbolos, como la bandera; la rojigualda en el caso español, la barrada con estrellas en el caso norteamericano. No eran «paños» familiares, como las propias del Antiguo Régimen, sino códigos que representaban conceptos como libertad, democracia, derechos o igualdad. De ahí que ahora, en los Estados del Sur de Norteamérica, hayan surgidos voces que solicitan la retirada de la bandera confederada de los edificios oficiales, aquella que, con independencia de lo que pudo significar en el pasado, hoy no representa el republicanismo abierto y cívico que inició la Declaración conjunta del 4 de julio.

La intervención envenenada de España

Al producirse el levantamiento de las Trece Colonias, los ministros de España, Floridablanca y Grimaldi, aconsejaron neutralidad, pero Carlos III no tenía la misma idea. Envió a sus agentes al cuartel de George Washington, en el año 1777, para administrar la ayuda española y recabar información sobre la organización y propósitos de los rebeldes. Al tiempo, Franklin, emisario norteamericano en París, envió a Arthur Lee a la corte española. Lee convenció a Grimaldi, y España se acogió al Pacto de Familia con Francia para declarar la guerra a Jorge III en junio de 1779. A partir de ahí, la intervención militar española fue encomiable. No sólo por los éxitos de Bernardo Gálvez en Luisiana, Alabama y Florida, sino por la labor de las tropas abriendo frentes a los ingleses en todo el mundo; desde la India, hasta Nicaragua, Gibraltar, las Bahamas o Menorca. La contribución española fue vital para la causa norteamericana. La paz en París de 1783 devolvió Menorca y Florida a España, pero alimentó el plan inglés de llevar la independencia al sur de América. El conde de Aranda, embajador en Francia, expresó al rey en un memorándum secreto la fórmula para evitarlo: crear allí tres reinos, México, Perú y el resto, con tres infantes, tomando Carlos III el título de emperador. Era tarde.

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