Opinión

La nueva distorsión mundial: entre la estupefacción y la implosión geopolítica

Ucrania, la erosión de las alianzas tradicionales y las narrativas distorsionadas sobre la legitimidad de los gobiernos crean un escenario volátil, donde el populismo, el revisionismo histórico se entrelazan peligrosamente

(Foto de ARCHIVO)September 27, 2024, New York, Ny, United States of America: Former U.S President Donald Trump, right, shakes hands with Ukrainian President Volodymyr Zelenskyy, left, following their meeting at Trump Tower, September 27, 2024 in New York City, New York.Europa Press/Contacto/Ukraine Presidency27/09/2024 ONLY FOR USE IN SPAIN
Encuentro entre Donald Trump y Volodimir Zelenski, el pasado septiembre en Nueva YorkCONTACTO vía Europa PressEuropa Press

El mundo atraviesa un momento de grave inestabilidad. Ya no se trata de un «nuevo orden mundial», sino de una distorsión global en la que los frágiles equilibrios geopolíticos han sido sacudidos con una violencia inusitada. La guerra en Ucrania, la erosión de las alianzas tradicionales y la creciente influencia de narrativas distorsionadas sobre la legitimidad de los gobiernos han creado un escenario volátil, donde el populismo, el revisionismo histórico y los intereses espurios se entrelazan peligrosamente. De hecho, en un extenso informe el CSIS (Centro Internacional de Estudios Estratégicos) con base en Washington DC y firmado por Max Bergmann, pinta un sombrío panorama de desencuentro entre EE UU y Europa, choque inevitable de estrategias y filosofías y eventualmente un doloroso divorcio. Afirma, con razón, que China, Rusia y ahora también EE UU, consideran que Europa en su conjunto y no solo la UE está en un proceso de inevitable e inexorable decadencia, sin tener en cuenta que Europa se crece ante la adversidad, y que a pesar de su agotada clase política y su rígida y muchas veces torpe burocracia, consigue seguir evolucionando.

El sistema internacional nacido tras la II Guerra Mundial no era perfecto, pero representaba un marco de estabilidad y cooperación que, con todos sus defectos, evitó una nueva conflagración global. A pesar de los múltiples conflictos que marcaron la Guerra Fría y el período posterior a la caída de la URSS, el orden internacional vivió tensiones y guerras de alta y baja intensidad que eran los escenarios de enfrentamiento entre los bloques sin llegar a la conflagración nuclear. La resolución de disputas parecía hacerse dentro de un sistema regido por reglas y acuerdos multilaterales que permitían rebajar la tensión, aunque no resolver los litigios ni la arraigada enemistad.

Lo lógico hubiera sido buscar la evolución de ese orden, ajustándolo a las nuevas realidades geopolíticas y reforzando su capacidad de respuesta a los desafíos emergentes. Sin embargo, en lugar de una evolución, hemos asistido a un proceso de descomposición acelerada, en el que potencias y líderes políticos han optado por derribar el tablero de juego en lugar de mejorarlo. La paulatina pérdida de peso económico, militar y geopolítico de Europa supuso un obstáculo añadido a dicha evolución.

Uno de los principales ejes de esta nueva y preocupante distorsión del orden surgido de la II Guerra Mundial ha sido el uso deliberado de la «estrategia de la estupefacción» practicada por el presidente Trump, que puede resultar muy eficaz en el ámbito empresarial y en negociaciones bilaterales, pero extremadamente peligrosa cuando se traslada a la geopolítica. Se trata de una estrategia en la que Trump lanza propuestas extremas y disruptivas, no con la intención de llevarlas a cabo en su totalidad, sino para forzar una negociación en los términos más favorables para sus intereses. No se puede aplicar la táctica de negociante de bazar a la seguridad y estabilidad globales, es un perfecto disparate.

En el caso de Donald Trump, esta estrategia ha sido un rasgo característico de su estrategia política desde su primer mandato. Ahora en Trump 2.0 la ha afilado e intensificado, lo que supone un grave riesgo añadido en la perturbación de los frágiles equilibrios geoestratégicos globales. Su enfoque en la política exterior no responde a una visión tradicional de las relaciones internacionales, sino a una lógica transaccional en la que cada acuerdo es visto como un simple regateo comercial. Su retórica oscilante, que va de la promesa de paz a la abierta toma de partido por Rusia, lo que ha generado incertidumbre entre sus aliados y ha alentado la narrativa del Kremlin sobre Ucrania.

Sin embargo, lo que en el mundo empresarial puede ser un recurso legítimo de negociación, en el ámbito geopolítico puede derivar en consecuencias catastróficas. La política exterior no es un bazar en el que se pueda regatear la soberanía de naciones y la suerte y destino de sus pueblos.

Uno de los fenómenos más alarmantes en este nuevo desorden global es la efectiva penetración de la propaganda rusa en sectores políticos de Occidente. Desde hace años, el Kremlin ha trabajado activamente para reescribir la historia reciente y presentar su agresión contra Ucrania como una respuesta legítima a un supuesto golpe de Estado en 2014.

Este relato, que en sus inicios solo circulaba en medios estatales rusos, ha encontrado eco en sectores de la extrema derecha y la extrema izquierda en Occidente. Argumentos como la supuesta ilegitimidad del Gobierno ucraniano, la caracterización de Maidán como un golpe de Estado o la negación del expansionismo ruso o que la invasión de Ucrania es una guerra de agresión han sido adoptados por figuras públicas y partidos políticos que, en su rechazo al «establishment», han terminado alineándose con las narrativas del Kremlin.

La guerra en Ucrania no es solo un conflicto entre dos naciones; es una batalla existencial para el futuro de Europa. Si Rusia logra su objetivo de «finlandizar» Ucrania, es decir, neutralizarla y convertirla en un Estado satélite, las consecuencias serán devastadoras:

1. La integridad territorial de Ucrania quedaría comprometida, con la cesión de territorios ocupados desde 2014.

2. Se impondrían condiciones económicas draconianas, obligando a Ucrania a pagar su reconstrucción con recursos naturales.

3. Se fortalecería la estrategia de crear Estados títeres, replicando el modelo de Bielorrusia y Kazajistán.

4. La relación transatlántica quedaría gravemente afectada, con una Europa dividida y dependiente de los vaivenes en EE UU.

5. El orden de seguridad en Europa se desmoronaría, dejando a Polonia, los Estados Bálticos y otros países en la mira del expansionismo ruso.

Hay portavoces de Rusia en Occidente (en España algunos muy mediáticos) que despachan como delirante el expansionismo ruso con el peregrino argumente de que Rusia tiene territorio y recursos de sobra. Lo que busca Rusia es algo bien distinto: la recolonización «de facto» de sus vecinos para crear una «zona de seguridad» que «aleje el peligro de la OTAN de sus fronteras». Lo que es más grave es que hay quienes escuchan estos cantos de sirena.

El problema es que la respuesta europea ha sido, en muchos casos, insuficiente y descoordinada. La debilidad de sus líderes, el miedo a una confrontación directa con Rusia y la falta de una estrategia unificada han permitido que la agresión de Putin no haya tenido la respuesta adecuada.

No se puede ser una potencia global con un PIB de apenas 2,2 billones de dólares. Rusia es como mucho una potencia media en términos económicos. Para ponerlo en perspectiva, su economía es más pequeña que la de Italia y no muy superior a la de España. El poder de Rusia radica en su capacidad militar y en su poderío en el sector de la energía, pero su economía no le permite sostener una expansión indefinida sin consecuencias internas graves. Es aquí donde entra en juego la geopolítica: Europa sigue teniendo herramientas estratégicas para contener a Rusia, controlando las salidas marítimas de sus flotas y limitando su acceso a mercados clave. Sin embargo, estas herramientas deben ser utilizadas con determinación y de manera coordinada.

A pesar de este escenario de desorden global, hay elementos que podrían actuar como frenos al avance de Rusia y al desmoronamiento del orden internacional:

•Disensiones internas en el movimiento MAGA. No todos dentro del ala conservadora estadounidense comparten la visión de un abandono total de Ucrania. Figuras como JD Vance han expresado la necesidad de una paz duradera que evite futuros conflictos en el este de Europa.

•La resistencia de Europa del Este. Países como Polonia y las naciones bálticas han demostrado ser los más firmes opositores a Putin, y están invirtiendo de manera decidida en su propia defensa.

•El factor económico. Rusia enfrenta crecientes dificultades económicas debido a las sanciones y a la falta de acceso a tecnología avanzada, lo que podría limitar su capacidad militar a largo plazo.

•La resistencia ucraniana. La determinación del pueblo ucraniano y su coraje y audacia militar han sido clave. Rusia no ha conseguido doblegar a un país que tiene una fracción de su población, territorio y fuerzas armadas, eso equivale en cualquier manual militar a una derrota en toda regla. Sería lamentable que lo que se logró con el esfuerzo y la sangre de decenas de miles, se pierda por la imposición de una paz injusta que premie al agresor.

El mundo enfrenta una de las crisis geopolíticas más graves desde la caída del Muro de Berlín. El desorden global que se ha instalado no es fruto del azar, sino de una combinación de decisiones estratégicas, narrativas distorsionadas y la incapacidad de ciertos actores internacionales para enfrentar los desafíos de manera coordinada.

Europa no puede seguir actuando con debilidad y división. Si bien su clase política ha demostrado en muchos casos mediocridad y falta de visión, la realidad geopolítica la obliga a actuar. La historia ha demostrado que cuando Europa no toma un rol central en la resolución de los conflictos, acaba pagando el precio de su inacción.

El futuro de Ucrania es, en gran medida, el futuro de Europa. Permitir su caída significaría no solo un triunfo para Putin, sino un golpe devastador al orden internacional y a la estabilidad global. Es momento de que Occidente decida si quiere ser un espectador pasivo del desorden mundial o un actor clave para lograr la paz y estabilidad.