
Elecciones en Estados Unidos
¿Se puede impugnar la votación?
EE UU se prepara para un recuento agónico después de que el magnate republicano pidiese revisar el conteo en varios colegios

Cuando este artículo llegue a manos de los lectores, ya sabrán los resultados. O no.
El sistema electoral norteamericano está lleno de peculiaridades, algunas francamente arcaicas, que se mantienen por eso de que «si funciona no lo arregle». Por ejemplo, no se vota al presidente y vicepresidente, sino a los miembros del colegio electoral que los han de elegir. Esos grandes electores los designa la organización de cada partido en cada estado federado. El sistema hace que suela haber una discrepancia notable entre los votos populares y los electorales, normalmente a favor del que gana. Pero está dentro de lo posible que se alce con la presidencia quien no ha obtenido la mayoría popular. Es francamente excepcional, pero ocurrió en el 2000, cuando Bush hijo obtuvo unas décimas menos en porcentaje de voto que su rival demócrata, Al Gore, que había sido vicepresidente con Clinton.
Ese año se dio otra peculiaridad sorprendente. Después de que Gore hubiera reconocido la victoria de Bush, retiró su reconocimiento porque surgieron dudas sobre los resultados de Florida, en donde para indicar el voto había que perforar la papeleta con una picadora manual. Resultó que algunas papeletas no estaban bien perforadas o no lo estaban del todo. Entonces se enteró el mundo, angloparlantes incluidos, de que el trocito de papel redondo que cuelga de uno de esos agujeros sin completar se llama en inglés «chad».
Dada la situación de práctico empate a escala nacional, unos pocos votos hacia un lado u otro decidían la elección. Hubo nuevo recuento en muchas mesas electorales, protestas sin fin, el país y el mundo estuvo pendiente semanas del resultado final y a la postre tuvo que intervenir el Tribunal Supremo, que le dio la victoria a Bush. ¡Increíble en la más vieja democracia y el país tecnológicamente más avanzado del mundo! Dato indispensable para entender el problema es que el reparto de compromisarios que han de elegir al presidente se hace por el sistema de «el ganador se lo lleva todo». Así pues, el puñado de grandes electores de Florida decidía el resultado de la elección. Claro está que en el federalismo americano la diversidad es la ley. En Nevada y en New Hampshire el reparto es proporcional, aunque por sistemas distintos.
¿Puede volver a pasar lo mismo? Sería una extraordinaria casualidad, pero la experiencia del 2000 dejó secuelas. Si no creó, al menos incrementó el creciente odio entre los grandes partidos, de base esencialmente ideológica. Los demócratas no llevaron bien su derrota. Desde entonces inundan de abogados al acecho los centros electorales. Si la diferencia de los votos en su contra es pequeña, aducen, siempre que la encuentren, la más pequeña e irrelevante irregularidad para exigir un nuevo recuento, a ver si a la segunda va la vencida. Si los resultados ofrecen la perspectiva de estar muy igualados, esas maniobras son más que probables por ambas partes y, en ese caso, el penoso espectáculo de las más anómalas elecciones americanas con los dos peores candidatos de la historia del país se puede prorrogar por días y semanas.
Los demócratas lo practican y Donald Trump casi lo ha anunciado. No ha dicho, debatiendo con Hillary, que si es derrotado rechazaría los resultados, como poco informadamente se repite en España cual dogma establecido. Sólo dijo que no anunciaba de antemano cuál sería su actitud. Se la reserva para ver con qué grado de limpieza, a su juicio, se han desarrollado las elecciones. Sin decirlo, en el fondo los demócratas son precursores de esa actitud. No olvidemos que el paraíso de la democracia, que sin duda lo es, no es ajeno a los «bosses», versión yanqui de caciques políticos, y a fechorías electorales, como colar como votantes a gentes que ni siquiera son ciudadanos, porque otra peculiaridad anglosajona, heredada de Inglaterra, es la aversión a la idea misma de DNI. Lo consideran una especie de fichaje policial.
La consecuencia es que para identificarse hay que recurrir a otros documentos mucho menos fiables. Por ejemplo, el carnet de conducir, que en muchos estados se lo dan a inmigrantes ilegales, de los que hay una docena de millones. Hay muchas más trapacerías, pero el ejemplo supremo es que sigue hoy discutiéndose si Kennedy ganó limpiamente las elecciones de 1960 o, en una situación de empate casi milimétrico, el resultado fue decidido por un pucherazo en Chicago.
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