Adiós a Mandela
Sombreros rojos para celebrar la vida de Madiba
Testigo directo / Desde el interior del Soccer City de Johannesburgo
Durante el homenaje a Mandela he aprendido varias cosas y recordado muchas otras. Lo primero que me viene a la mente es que tuve que levantarme a las cuatro de la mañana para acudir al estadio donde tuvo lugar el funeral, algo que no me supuso ningún problema porque allí estábamos unidos todos los amigos, los de antes y los de ahora, para despedir al hombre que nos conquistó a todos. También me di cuenta de que somos una nación formada por personas muy peculiares, pero acogedoras. No nos importa vestirnos de verde y oro, ponernos una bolsa de plástico en la cabeza o pintarnos la cara. Nos gusta compartir y así lo hacemos cuando un desconocido nos pide comida o todos bebemos de una misma botella de agua. Somos muy diferentes, ninguno se parece al otro, pero todos nos encontramos cuando hablamos del amor que sentimos hacia Madiba. No prestamos atención a las formalidades, nos saltamos las colas, ignoramos los horarios del tren e interferimos en la programación prevista, y es que hay algo en todo esto que nos une, una composicion genética, que nos impide seguir al pie de la letra las normas trazadas. Después del abarrotado viaje en tren, mis compañeros y yo caminamos hacia el estadio, donde atravesamos el control de seguridad sin ningún problema. Me sorprendió que no nos revisran nada, el guardia de seguridad simplemente nos saludó a través del cristal.Un descuido que me pareció alentador. Esa misma voluntad de todos los surafricanos pude comprobarla el resto de la jornada. Accedimos a nuestros asientos en la parte superior de las gradas. Eran las 7:30 de la mañana. Hacía frío pero empezamos a entrar en calor con los bailes y los cánticos de la gente. Pudimos refugiarnos de la lluvia y pronto el frío se pasó. A mi alrededor había gente de todas las edades, que se ponían sombreros rojos para celebrar la vida de Madiba, otros con camisetas amarillas, mucho color y tan sólo un lazo negro en la chaqueta. Cerca de mí había gente que había salido de Bloemfontein en autobús rumbo a Soweto a las 12 de la noche. Otro hombre a mi lado me comentó que había venido caminando desde su casa en la lejana localidad de Mondeor. Otros se habían acercado hasta aquí en avión desde Ciudad del Cabo. Incluso había oficiales con sus familias sentados al lado de soldados miembros del antiguo Umkhonto we Sizwe. Así estuvimos durante cuatro horas hasta que comenzó el acto oficial.Cuando empezó, nos dimos cuenta de que había de por medio otra serie de trivialidades. No sólo se trataba de un acto para celebrar la vida de un gran hombre sino también el lugar para abuchear a otro. Esto me ha servido para darme cuenta de que no existen vacas sagradas en Suráfrica. El homenaje se convirtió en un lugar para mostrar la disconformidad con nuestro presidente. A algunos esto nos dio vergüenza ajena, mientras que otra mayoría mostró abiertamente su ira. «Abuchea por mí», me dijo un amigo antes de irse. «No», contesté yo. «Debes hacerlo, a no ser que te dé igual que se haya gastado 6 millones de rand en los baños de su casa de Nkandla», instistió.
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