Estocolmo
La segunda generación ya es de aquí
La mayoría de los hijos de la primera hornada de inmigrantes se siente española. Ni se plantea lo contrario.
«Los que hacen esas cosas no pertenecen al Islam, son locos». Así de categórico se muestra Idris Machton, de 40 años, que llegó a Madrid, desde Tetuán, poco después de ser mayor de edad. Cumplía 18 años y su sueño de desembarcar en un mundo mejor: España. Tras más de dos décadas aquí, Idris tiene seis hijos españoles perfectamente integrados. Ni siquiera «integrados». Se sienten simplemente «españoles». Porque lo son. Delicado en cada movimiento, a Idris se le encienden los ojos de repente: «Nos culpan al conjunto de los musulmanes de las locuras de esos mierdas que mueren en nombre –supuestamente– del Islam», afirma en referencia a los últimos ataques de Londres o Estocolmo.
«Tienen un cerebro de cero», añade Idris desde el restaurante de kebab para el que trabaja desde hace diez años, en la céntrica calle de Martín de los Heros, junto a los cines Golem. «Claro que tengo amigos españoles. Rezo y tal, pero soy pacífico», explica. Su mujer, Samira, también sigue costumbres españolas: «Sale con las mamás del cole de los niños, van al parque, organizan los cumpleaños, no sé, como todas las demás».
Los hijos, de entre 14 y cinco años, ni siquiera se plantean el tema de la integración. «Dos de los niños son del Barca, como yo, pero tengo dos hijas del Real Madrid», señala Idris. Sus amigos del barrio, en la avenida de la Albufera, son españoles y de muchos sitios. Esto no impide que los marroquíes recen con sus padres, cuando quieren, o que se definan como musulmanes de religión.
La mayor encuesta sobre inmigración (Investigación Longitudinal sobre la Segunda Generación en España), elaborada por el Instituto Universitario Ortega y Gasset y la Universidad de Princeton y publicada hace quince días, señala precisamente que la mitad de los inmigrantes de segunda generación (ya nacidos aquí o llegados a temprana edad) se sienten españoles. Los expertos lo achacan, entre otras cosas, a la casi inexistencia de guetos (al menos de guetos raciales) en nuestro país. Esto crea una menor marginalidad y, potencialmente, menos riesgo de tragedias como la vivida en Inglaterra con la muerte del soldado al grito de «Alá es grande». Por no hablar de Toulousse, con los tres niños judíos muertos a la puerta de su propio colegio a manos un ciudadano francés, Mohamed Merad, de origen argelino.
«El odio no tiene que ver nada con la religión. Es lo contrario», insiste Idris. «El Corán dice que si matas a una persona es como si hubieras matado al mundo entero». La proliferación de los llamados «lobos solitarios», que se radicalizan a través de Internet o de imanes incendiarios, también le saca de quicio: «Tener barba y estar en una mezquita no quiere decir que sean imanes. Uno verdadero nunca te diría que hay que matar». El pasado miércoles, la familia de Idris se reunía para comer, como todos los días, en su casa de Vallecas. Estaban Soulayman, de nueve años; Salma, de siete, y Aya, de seis. También compartía mesa y mantel una amiga española, Fátima, de 10 años. Todos van al colegio público Blas de Otero. Muchos vecinos pasan por su casa. Y ellos van a las suyas: «Debemos tratar a nuestros vecinos como a hermanos. No sólo al vecino más cercano sino hasta el séptimo vecino, indica el Corán».
En otras zonas del país, la integración también avanza. La adolescente, Sara Doulfikar, de 13 años, nació en Huelva, de familia marroquí. Su padre, Abdel, es propietario de un estudio de fotografía, que ha ampliado hace poco. Ya con diez años, su hija aseguraba, con desparpajo andaluz: «Soy española como la que más». Sara usaba el velo islámico (hiyab) en casa para rezar con su madre, Aicha, que es licenciada en Literatura y coordina una asociación de acogida de inmigrantes. Después se lo quitaba para salir con sus amigas o ir al cole. «Hace lo que quiere. También ahora», apunta el padre en conversación telefónica con este periódico. Sara cuenta que, al principio, la llamaban «mora», «negra» y «todo lo que te puedas imaginar». Pero ella contestaba sin achantarse: «Mejor ser mora o negra que ser racista como tú». Ahora estudia en el Instituto de la Rábida. «Está muy contenta, sin problemas, la mayoría de sus amigas es de aquí», explica Abdel.
A los hijos de Idris y Samira, todos españoles, nadie los insulta. Hacen una vida normal. Les gusta la tortilla de patata o la paella. «Como a todo el mundo», apostilla Idris, que estudió hasta los 16 años pero después tuvo que buscarse la vida en Marruecos. Estuvo en un par de tiendas de ropa, en algún restaurante y después puso rumbo a nuestro país. Su padre había muerto y sus hermanos hicieron lo mismo. «Teníamos que ayudar a mi madre», recuerda.
Idris reza cinco veces al día. Le gusta más hablar del Barça que de terrorismo. «Mi favorito es Iniesta. ¿Sabes? Incluso entró aquí Pep Guardiola», cuenta sonriente. «Pidió una botella de agua», dice. Sobre el otro tema, explica: «Nuestro Dios dice que, si se puede perdonar, mejor». La mayoría de los musulmanes, según el entrevistado, paga por la acción imperdonable de unos cuantos. «Nadie confía en un musulmán»» se lamenta. Y recuerda a grandes personalidades próximas a la misma religión. «El propio Obama es de este origen. En la Casa Blanca, sus familiares rezan cinco veces al día. ¿Y qué pasa? ¿Tenemos miedo de ellos?», concluye.
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