Moda
El deseo no cumplido de Balenciaga
La hija de la marquesa de Llanzol, una de sus grandes clientas, afirma que Balenciaga «no quería que nadie diseñase en su nombre» y que así lo había establecido en un testamento que no llegó a firmar antes de su fallecimiento, en 1972
La hija de la marquesa de Llanzol, una de sus grandes clientas, afirma que Balenciaga «no quería que nadie diseñase en su nombre» y que así lo había establecido en un testamento que no llegó a firmar antes de su fallecimiento, en 1972.
Cristóbal Balenciaga hablaba vasco con las pescaderas del mercado de la Bretxa en San Sebastián; sabía comprar y le gustaba. También tenía fama de distante, pero, en realidad, era tímido. Y fue y será siempre un maestro de referencia en la alta costura que abrió su primer negocio cuando tenía 22 años. De él Christian Dior dijo: «Con el tejido nosotros hacemos lo que podemos, Balenciaga hace lo que quiere». Además, no quería que su firma continuase tras su muerte. Sin embargo, hoy se sigue creando en su nombre, aunque el Balenciaga de ahora juegue en otra liga. El original tuvo dos grandes clientas, Rachel L. Mellon y la marquesa de Llanzol; ésta última lo retrata hoy para LA RAZÓN.
Se celebran ahora los 100 años de la apertura del primer taller de Cristóbal Balenciaga en España y los 80 de la primera tienda con su nombre en París, que abrió en 1937. Francia ha sido el primer país en celebrar el aniversario con una exposición en el Museo Bourdelle y también el londinense Victoria & Albert Museum prepara una retrospectiva. Aunque, sin dudarlo, la mejor será la que tendrá lugar el 26 de mayo en el Museo Balenciaga en su tierra natal, Getaria. Ya pueden apropiarse lo que quieran en el extranjero de su nombre, pero la realidad es que su tierra vasca rendirá sus respetos al modisto con Hubert de Givenchy al frente del comisariado. Balenciaga es a la costura lo que las amapolas a los campos: imprescindible, único y español.
Su mejor clienta
Givenchy, que ejerce activamente de patrono fundador del museo Balenciaga, consiguió que la multimillonaria Rachel L. Mellon, la mejor clienta extranjera del diseñador, donase 500 trajes fruto de las manos de Balenciaga al centro. Amén de Mellon, su mejor clienta en España fue la marquesa de Llanzol. Su hija, Sonsoles Díez de Rivera, le conoce desde pequeña y cuando tenía siete años el modisto le hizo su primer traje, el de la Primera Comunión. «Recuerdo que a todas las clientas de Balenciaga nos regalaban un abriguito de pelo de camello; a mí no me gustó nada porque era de manga ranglán y sin trabilla detrás, así que quedaba un poco como una tienda de campaña. Mi hija y mi nieta también hicieron la comunión de Balenciaga y les hicieron el mismo abriguito que a mí, pero ellas no se quejaron», afirma Díez de Rivera. El diseñador cultivó una fama de persona con carácter difícil. Eso lo sabían las Llanzol, pero no les afectaba: «Con nosotros –dice Sonsoles– era facilísimo siempre. Le acusan de lejano y que no se llegaba a él fácilmente; era cierto que no era sencillo hacerlo, pero yo nunca tuve esa sensación porque lo veía más que a un tío carnal. Venía a comer siempre a nuestra casa y nosotros a la suya. Era tímido. Cuando íbamos a París a mi madre y a él les encantaba ir a Pigalle a tomar sopa de cebolla y les daban las tantas de la noche charlando».
A raíz de la Guerra Civil española, Balenciaga se instaló en París y su primera colección fue un bombazo. «Todo el mundo se cree que nació con el éxito, pero no le llegó hasta los cuarenta y tantos. Yo siempre digo que es muy difícil ser elegante si no has tenido una referencia, pero también hay que ir acorde con los tiempos. Por ejemplo, mi madre no salía de casa sin sombrero, por eso tenía más de 200 al final de su vida. También poseía prendas pensadas para ir en un coche grande y con chófer, como un abrigo blanco de barriga de lince de Balenciaga que me puse una vez, pero con él no entraba en mi utilitario. No encontraba el freno ni las marchas, y cada vez que cerraba la puerta le arrancaba un mechón de pelo, así que pensé que eso no era para mí y lo doné al Museo. También los sombreros al Gallera de París, y cuando quise recuperarlos para llevarlos a Getaria, me dijeron que Santa Rita, Rita, lo que se da no se quita. Eso sí, vinieron a recogerlos con guantes y cajas con papel de seda», asegura.
Sobre las donaciones de trajes de Balenciaga a su museo, Díez de Rivera tiene una anécdota curiosa: «Cuando la reina Fabiola me llamó para darnos su traje de novia, me dijo: “Te lo voy a entregar a ti, no me mandes al mecánico; y quiero que lo restaure Felisa (Irigoyen, jefa del taller del modisto)”. Y agregó: “Yo le he quitado todo el visón y con él me he hecho una chaquetita. Si le vas a cambiar el acrílico que le he puesto, te pido que me lo mandes”, y así lo hicimos. La asociación de peleteros me regaló el bisón blanco para el traje de Fabiola y Givenchy vino desde París y con Felisa lo restauraron en el taller de Caprile».
Sonsoles Díez de Rivera no reconoce los trajes que salen ahora con la etiqueta de Balenciaga, dice que el que más se podría aproximar al original era Nicolas Ghesquière. «Balenciaga fue de otra época, un señor con una sensibilidad y educación especiales; Givenchy también es así. Sus trajes reflejaban eso, lo de ahora, aunque digan que se inspiran en su legado, no lo identifico con el Balenciaga que conocí y que cosía unos trajes maravillosos», afirma. «Él sobrevivió a Dior y a Chanel, veía lo que hacían con sus nombres y no le gustaba nada. Así que dijo que cuando muriese también se acabaría su firma, no quería que nadie diseñase en su nombre. Redactó un testamento en Getaria y lo dejó pendiente para cuando regresara de Javea, pero allí falleció repentinamente y nunca lo firmó. A los sobrinos les faltó tiempo para vender la firma», confiesa.
Ella vio al maestro cocinar sus obras: «Cogía las telas y las posaba en el brazo, era la caída de las telas la que marcaba cómo sería el traje». Tampoco los desfiles actuales tienen nada que ver con los que se hacían en las grandes casas de costura para las asiduas: «Como no reservaban sitio, lo que hacían las clientas de Balenciaga, y mi madre, era mandar al servicio a coger un buen sitio. Medía hora antes de comenzar, veías sentadas en la primera fila del desfile a las primeras doncellas de todas las marquesas, condesas y señoras de la sociedad de la época, que se levantaban según llegaban las titulares. Además, iban vestidas estupendamente con unos sastres de Balenciaga porque era costumbre regalarles la ropa que ya no nos poníamos, así que llevaban vestidos de alta costura».
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