Historia

Sevilla

A Alfonso Guerra, según él, sólo le odian 400.000 españoles

«El resto del país, me quiere», afirma en la presentación por Andalucía de la última entrega de sus memorias, «Una página difícil de arrancar»

Ha desembarcado en prime-time, interrogando en camerinos a los que luego en plató le preguntan a él
Ha desembarcado en prime-time, interrogando en camerinos a los que luego en plató le preguntan a éllarazon

Hay nostalgia de Alfonso Guerra incluso entre sus contemporáneos de la derecha porque ya a éstos se les van muriendo los enemigos y se añora, qué risa de memoria, hasta la puñalada del pícaro. Esta pulsión, tan humana, se puede resumir en la expresión «¡qué bien lo mal que lo pasamos!». Es fama, por coherente y, por tanto, por extraño, el epitafio que pensó Cánovas para su tumba: «¡Entre qué gente me ha tocado vivir!». El pasado es, superado un periodo de radioactividad, pelillos a la mar. Al final, y aquí estamos ya en el final, deben ser más de los nuestros los que sobreviven juntos, habiendo compartido época, que los del propio bando. El fogonazo, la ocurrencia, la mala baba o la chocarrería –«¡qué vienen los de lo apellidos largos!», decía entonces nuestro memorialista de éxito– se le valora hoy a Guerra porque ya es un animal disecado. Su memoria ha llegado al comercio del ramo en tapa dura por tercera vez y con satisfacción para los libreros. El hombre al que se le temió como a un escualo, ha dado lugar al narrador, a un cuenta anécdotas que regresa para decirse con amabilidad, travesuras toleradas para todos los públicos y pimienta dulce. En este sentido, Guerra sigue siendo de la misma especie, pero varado en un banco del Congreso de los Diputados, donde año a año se le va agrietando la piel de mármol.

–Márquez Reviriego definió la «presbitocracia» como una enfermedad que padecen los que están en el poder. La patología la sufren aquéllos que una vez instalados en el mando político ya no ven a los comunes que antes veían. Sólo se recuperan de la vista y vuelven a dar los «buenos días» una vez cesan en el cargo. ¿Qué enfermedades del poder ha padecido?, le preguntamos.

–Yo no he padecido esa enfermedad ni ninguna otra. Tengo achaques físicos, pero no males derivados del poder. Cuando llegué al Gobierno me senté en el despacho para ver si notaba la erótica del poder, y me decía, que no me viene, que no me viene la erótica. Siempre me han repugnado los pelotas, los aduladores. A éstos trataba de tenerlos alejados, al margen. Ser vicepresidente del Gobierno durante ocho años fue un periodo demasiado largo. Después de todo, sólo hay 400.000 españoles que me odian. El resto me quiere, dice.

Guerra niega que el aliciente para entregar nuevos retales subjetivos de lo que aquí pasó sea el dinero. Sin embargo, su señoría, se jacta de ser un vendedor, que atropella en las librerías con un tomazo de 600 páginas. Y para lograr tal éxito, él, que ha salido de la hornacina como si fuera Doña Jimena, se presta interesadamente a una promoción exhaustiva. Ha desembarcado en los «prime-time» como McArthur: exigiendo en camerinos, interrogando al que, en unos minutos en una televisión nacional, lo iba a interrogar a él. A un presentador de éxito en la hora de la cena, le sometió a una balacera de este tenor antes de llegar a plató: «¿Tú te has leído mi libro? ¿Tú sabes quién soy yo? ¿Tú estás seguro de cómo va a ser la entrevista?». «Sí, claro, Alfonso, yo me preparo las entrevistas a conciencia», pudo contestar esta estrella televisiva. «Bueno, bueno..», desconfiaba Guerra.

En esta mañana, en la sala de un hotel céntrico, el autor va despachando las cuestiones suaves de los periodistas, entreverando lecciones y jactancias. «Si en el Parlamento andaluz se hubieran leído mi libro no se habrían subido los sueldos, como lo que han hecho», viene a decir.

«Su pregunta –nos señala– está mal encaminada. No he escrito el libro ni por vanidad ni por ganar dinero. Esta expresión 'ganar dinero' es muy ampulosa. Si se refiere a que hay un contrato, lo hay, claro, ¿cómo no lo va a haber?»

El libro de memorias es al político de la Transición lo que una canción nueva para los Rolling Stones: una excusa, un argumento, para volver a cantar las mismas viejas canciones y ampliar público generacional. Lo que se espera de estos libros –y no sucede– es que se haga literatura incluso de los delitos y la amoralidad de la política, de la construcción endogámica del poder, para ver si aprendemos algo. El feo que saludó desde un balcón del hotel Palace como si hubiera tomado La Bastilla, no ha entregado tal temeridad. Ni en éste ni en sus dos anteriores libros de memorias. Se ha conformado con menos. Además, está satisfecho consigo mismo, se le nota ufano. Hace referencias a la edad y a la esperanza de vida, para alabar su estado de forma. Habla del estilo literario, para alabar el suyo, «la gente me dice que está muy bien escrito, con frases breves, sin perífrasis». Habla de hoy para añorarse. Habla de él y, encima, bien.

FICHA DE CONTEXTO

Rueda de prensa en el Hotel Inglaterra de Sevilla. Miércoles 5, entre mediodía y la una de la tarde. Unos veinte periodistas en la salita. Incluso un colega colombiano que aprovecha para preguntar a Guerra algo que dice, «quizá no esté en su libro». «¿Qué opina, don Alfonso, sobre las negociaciones de paz entre Colombia y las FARC?». Guerra es capaz de contestar, obviamente, a esta cuestión, y también, llegado el caso, a las dudas surgidas sobre la llegada del hombre a la Luna. Ocupa la escena, incluso ante reducido público y modesto teatro, con afán de monologuista. Todavía se recuerda el cabreo de Caballero Bonald en una presentación que compartieron ambos dado el protagonismo del ex vicepresidente del Gobierno. «¿Éste cuando va a acabar?», decía el poeta jerezano. El carácter de Guerra está más en sus preguntas, claro, que en lo que pueda ir despachando para salir del paso. La pregunta que propuso para aquel referendum era ésta: «¿Quiere usted que sigamos en la OTAN con su voto en contra?». He ahí su carácter.