Andalucía
La llamada de la selva
Familias enteras disfrutan estos días de la llamada de la selva, que es la más intrépida de las llamadas. Bendito ritual veraniego, los viajes en el periodo vacacional han ido ensanchando longitudes y latitudes a lo largo y ancho del globo, lo cual es una gratísima noticia para las aerolíneas y para las empresas que comercian con los selfis y con el resto de datos digitales. Quien más y quien menos, no existe quien no saque jugo al periodo estival, ya sea bajo la sombrilla de una playa vecina, en la aldea de los antepasados, en cualquier ciudad intercambiable a tiro de vuelo barato o, para quienes en verdad sienten la llamada de la selva, que los hay, en la remota jungla malaya. Las imponentes y húmedas masas forestales de Asia han sido históricos refugios para proscritos. La selva, la naturaleza, está para esconderse. Que se lo pregunten si no a Lord Jim o al coronel Kurtz. Como estos dos forajidos, los viajeros tropicales suelen sufrir un proceso de transformación en ese periodo que dura el trayecto hasta llegar a convertirse en personas nuevas. Pero la selva, no se engañen, es para quien oye la llamada, por eso los sordos del mundo no han podido deleitarse nunca del verdor primigenio, del olor a un planeta por el que todavía no pisaba ni un solo homínido, en definitiva, de lo que sintieron Adán y Eva cuando se daban a la zambullida en los tibios y dulzones estanques del Edén. A ese celestial momento, cuando llega, sucumbe aun el más asceta de los viajeros, a cuya mochila se afana con la ferocidad de un mosquito tigre para agarrar el teléfono. Sonrisa, clic. Selfis para los hermanos, para los amigos y para los compañeros del trabajo y, al instante, Facebook le ofrece un repelente de insectos, que está de oferta en el mercadillo del poblado. Es como para querer esconderse.