Literatura

Literatura

El primer amor y sus crueldades

La narrativa ha idealizado el joven romance, pero lo que ha conseguido ha sido demonizarlo de «El gran Gatsby» a «El gran Meaulnes»

Una auténtica obra maestra, «Primer amor», de Igor Turgueniev demuestra el brillo de no deshumanizar el amor
Una auténtica obra maestra, «Primer amor», de Igor Turgueniev demuestra el brillo de no deshumanizar el amorlarazon

La narrativa ha idealizado el joven romance, pero lo que ha conseguido ha sido demonizarlo de «El gran Gatsby» a «El gran Meaulnes»..

A los trece años, Rafa se enamoró de una chica de grandes ojos verdes llamada Sara. No sabía mucho más de ella, pero algo tenía que al verla se le aceleraba el pulso. Quizá eran esos grandes ojos verdes donde uno podía perderse sin intención de volver. Una tarde se la encontró en la calle y vio cómo entraba en un pequeño bloque de apartamentos. Desde ese día, después del colegio se acercaba a la puerta de esa casa y miraba a la ventana cerrada que creía que era su habitación. No necesitaba nada más para ser feliz. No sabía que necesitase nada más. Le divertía imaginar lo que estaría haciendo alllí dentro, sonrojándose al pensarlo. Y cada noche volvía a casa con una historia increíble que contar. Por supuesto, no se las contaba a nadie, salvo a Sara. Y así se quedaba dormido. «Hasta mañana» eran siempre sus últimas palabras.

«¿Qué miras?», le preguntó una tarde Sara, sorprendiéndole detrás del arbol donde solía esconderse. Rafa se giró asustado, sin saber qué decir, arrastrado dentro de esos grandes ojos verdes que ahora lo miraban más cerca que nunca. «En serio, qué mirabas», insistió la niña al ver que el chico sólo balbuceaba “naapa naanaa naadda”. Todavía nadie le había enseñado a decir, «a tí». Sara agitó su cabecita y se rió. «No tengas miedo, ven, a mi nunca me ha hecho daño», dijo la niña desde la puerta de aquella casa.

Sin tiempo suficiente para darse cuenta de lo que estaba haciendo, corrió a su lado. No tuvo tiempo ni para ser tímido. Subieron juntos las escaleras. Sara picó el timbre. Rafa miró una vez más a esos grandes ojos verdes y suspiró como si la película estuviese a punto de acabar y todo fueran aplausos. Sintió una calidez y un descanso y un eufórico sentimiento de alegría, que lo mantenían en una especie de limbo, hasta que una enfermera abrió la puerta. «Hola Sara, el doctor te atenderá en seguida. ¿Quién es tu amigo?», dijo aquella mujer. «Va a mi clase. También tiene hora. Creo que va antes que yo. Estaba allí fuera... no se atrevía a entrar, sabes», susurró en confidencia. «Ah, Rafael Suárez, pasa, pasa, creía que tu madre había cancelado la visita». «Pues no» exclamó tajante Rafa todavía sin tiempo de ser tímido. «No sabía que te llamabas Suárez», dijo Sara mientras esperaban en la sala de espera. «Ya», contestó. Aquella noche tenía una historia increíble que contarle a su Sara, que se rio hasta hacer llorar a esos grandes ojos verdes. Rafa se durmió con la boca dolorida pero el corazón feliz.

La sabiduría popular asegura que el primer amor es clave en la educación sentimental del ser humano. Afirma que será la bara de medir para comprender y valorar todas sus siguientes relaciones. Tanto, que la sabiduría popular ha invertido los parámetros lógicos de cualquier historia de amor y ahora hay quien culpa a su «primer amor» de su desastrosa vida amorosa, como si éste fuese un ente ajeno, un malvado que le hubiese robado su razón. El primer amor es siempre de los hombres y de las mujeres, nunca a la inversa. Y la literatura hace muy bien en avisarnos del desastre que ocurre si se invierten los términos.

La narrativa ha conseguido idealizar el romance joven, tanto, que lo ha acabado por deshumanizar, o sea, lo ha apartado de los hombres. El amor que se aparta de los hombres es el diablo. Y los ejemplos son múltiples. «El primer amor fija el corazón para siempre. Puede que no sea mejor que otros que vengan después, pero estos siempre estarán afectados por su existencia», asegura Julian Barnes. ¡Mentira! El primer amor siempre es inocente. Es el hombre quien sojuzga y sorebuzna tantas pestes. «A veces el primer amor cauteriza el corazón y lo que los demás encuentran después es sólo una cicatriz», insiste Barnes. «¡Basta de coces acusadoras, brioso baboso!», diría el primer amor si de verdad fuese un ser humano que le fastidiase que los hombres no se responsabilizasen de sus propios actos.

Esto no quiere decir que la experiencia no tenga nada que ver en la manera en que entendemos el mundo y su realidad. Esto quiere decir que el imperativo categórico siempre es nuestro y la experiencia en sí es totalmente inocente. La idealización del amor es, por tanto, la deshumanización del amor. Miremos, por ejemplo, a «El gran Gatsby», la icónica novela de Francis Scott Fitzgerald. El pobre Gatsby ha idealizado a su primer amor, la indecisa Daisy Buchannan. La muerte de Gatsby no se produce por un disparo, sino por su incapacidad de humanizar ese primer amor, de convertirlo en realidad.

Lo mismo ocurre con «A la intemperie», de Rosamond Lehmann, aunque esta vez desde la perspectiva femenina. Aquí Gatsby se llama Olivia y en lugar de ser un misterioso millonario de oscuro pasado, es una pobre bohemia con ansias de un brillante futuro. Su reencuentro fortuito con su amor adolescente conseguirá deshumanizarla por completo hasta un simbólico aborto que no es acabar con un nuevo ser humano, sino con el viejo que no ha podido llegar a ser.

La editorial Errata Naturae acaba de recuperar otra de esas enormes historias de primer amor, «Agua Salada», de Charles Simmons. Su comienzo ya es prometedor, «En el verano de 1963 yo me enamoré y mi padre se ahogó». Es decir, esta es una historia no de educación sentimental, sino de deshumanización del amor. Cualquiera que relacione el amor con la muerte es que quiere o matar el amor o amar la muerte, dos alternativas cien por cien deshumanizadoras.

De Leopardi a Turgeniev

Dentro del canon de la literatura de los estragos del primer amor destacan obras fundamentales como «Recuerdos del primer amor», de Giacomo Leopardi. El poeta italiano se enamoró a los 19 años de una prima casada de su padre y estos diarios son los poéticos delirios de todo aquellos que el ideal romántico promueve y es incapaz de conseguir o cómo no conseguir el amor es siempre el principal ideal romántico, con lo que en cuestión de sentido, no lo tiene en absoluto.

Por eso, la obra maestra en la configuración de lo que es realmente el romance joven es «Primer amor», de Igor Turgueniev. La rememoración de Vladimir Pétrovich de su fulgurante historia de amor a los 16 años con la princesa Zinaida Alexandrova es una maravilla. ¿Por qué? Porque no existe en ningún momento el desdoblamiento, el situar solo al amor como si no hubiese alguien que ama. Dicho de otra forma, no hay nadie que convierta al amor en sujeto y al hombre en objeto, o sea no existe deshumanización. El protagonista vive siempre en primera persona esa extática y trágica historia de amor y nunca reniega de ella o le culpa de nada. El amor no es objetibable, o sea es imposible numerizarlo. Por tanto, no existe el primer amor, sólo existe el amor. El ser humano debería tenerlo en cuenta.