Historia
«No ha de asustar a nadie una reforma constitucional»
LA RAZÓN publica uno de los artículos de Gaziel que forma parte del volumen «¿Seré yo español?» que edita hoy Península.
Se habrá notado el profundo silencio que Cataluña viene guardando, desde hace tiempo, en cuestiones políticas. Sus órganos de opinión, sean del matiz que fueren, o no opinan nunca nada, o se limitan a decir que no pueden opinar públicamente. El mismo fenómeno acaba de repetirse a raíz de la discusión acerca de la conveniencia o inconveniencia de una reforma constitucional, que en Madrid está dando tanto juego de palabras. Barcelona permanece muda, o poco menos. Pero como el día en que se restablezca, en la forma que sea, la normalidad en España, fatalmente Cataluña volverá a pesar de una manera decisiva sobre la vida pública del país, me atrevo a alzar solitariamente mi voz catalana. No hablaré de la reforma constitucional en sí misma, porque —como decía «El Sol» en uno de sus recientes editoriales— es inútil intentarlo si no se puede hacer a fondo. Me referiré tan sólo a algo que está al margen de esa cuestión, pero que la envuelve hasta el punto de constituir propiamente su atmósfera. Y sobre todo —aunque mi voz no representa, como he dicho, nada ni a nadie más que a mí mismo— haré sentir cómo la gran mayoría de los catalanes respiran en silencio ese aire.
De las declaraciones orales o escritas que muchos políticos españoles, alguno de ellos muy respetable, han hecho acerca de la reforma constitucional, se desprende una conclusión muy rara, casi desconcertante. La conclusión de que no hay ninguna necesidad de tal reforma. El fracaso más absoluto que darse pueda, que fue el del antiguo régimen político español, es decir, del régimen constitucional vigente, aunque a estas horas paciente, según ellos, no procedía en manera alguna de la Constitución, sino única y exclusivamente de la escandalosa inmoralidad con que a diario se practicaban sus rectos principios. Algo de eso parece que hay; pero el conjunto del razonamiento ofrece lo que yo llamaría un caso de contrición excesiva. Creer en la perfecta excelencia de una constitución y en la perversidad exclusiva de sus practicantes demuestra por parte de éstos, a pesar de sus innumerables pecados, un colmo de arrepentimiento. No poco malo debe de haber en la primera cuando dio resultados tan pésimos. Los políticos que sostienen la conveniencia de dejar intacta la Constitución y no hacer más que volver a ella compungidos, me sugieren —con perdón sea dicho— una pandilla de juerguistas que, para cambiar de vida, opinan que no es necesario abandonar el cabaret, pues basta con volver a él bajo promesa de no beber en adelante más que aguas minerales. Si ha de ser verdadera la reforma, tanto interesa a los bebedores como al establecimiento.
Lo más chocante, a juicio nuestro, es el motivo capital en que los partidarios de la inmaculada Constitución del 76 fundan su repugnancia a tocarla ni con las yemas de los dedos. Temen —dicen— los graves, los incalculables trastornos que podrían producirse. ¿Trastornos? ¿Trastornos, en España y en estos tiempos? ¿Trastornos, por un problema político, de sensibilidad pública, de ciudadanía? Desde 1898 hasta hoy, en casi treinta años, han ocurrido en España cosas más que suficientes para remover, por lo menos veinte veces, la conciencia y las entrañas de un país. Y ¿acaso ha habido trastorno alguno serio, verdadero, profundo, conmovedor? Yo no recuerdo más que mojigangas y levísimas palpitaciones frustradas. ¿Y ahora, sin más ni más, en torno a una reforma constitucional, habría de venirse abajo el mundo? Si yo fuese rico, y además jugador, apostaría toda mi fortuna a que se toma la Constitución, se la sujeta a todas las reformas imaginables, y no se nota nada, absolutamente nada..., como no sea una gran mejora pública, si la modificación se hiciese con acierto.
Cuando los pusilánimes constitucionales hablan de trastornos, no es que vean visiones. Se refieren a algo real e inevitable. Quieren decir que a raíz de la revisión constitucional saldrían a la superficie todas las aspiraciones, aun las más insensatas, y pugnarían todos los intereses, hasta los más ocultos. Es verdad. Pero ¿a eso lo llaman trastornos? ¡Son precisamente todo lo contrario: son movimientos vitales! Son, si se quiere, eructos de una digestión laboriosa, difícil. No obstante, lo cuerdo es aguantarlos, en primer lugar porque ésas no son horas de refinamientos urbanos, sino de operaciones quirúrgicas, y sobre todo porque, a pesar de las molestias y repugnancias que causen, son signos de energía y reacción orgánicas. Son una clase de trastornos tan ridículos, tan insignificantes para el orden público, que una policía medianamente organizada basta y sobra para resolverlo, con felicidad.
La dictadura ha sido precisamente en España, la demostración rotunda, definitiva, de ello. Esos políticos que ahora temen imaginarios trastornos futuros fracasaron y se hundieron por haber temido imaginarios trastornos en el pasado. Todo alcanzaba a sus ojos proporciones fantásticas y alucinantes. Tenían un profundo horror a la verdad. Por eso la ficción les parecía tan temible. En España, según ellos, había varias gangrenas mortales. Había anarquismo feroz, sindicalismo revolucionario, republicanismo ácrata, separatismo rabioso... Y en realidad no había más que su cobarde contemporización con esos fantasmas, hija de la incapacidad para mirarlos cara a cara y resolverlos con la luz de la justicia y de la comprensión. La prueba está en que la dictadura, con los métodos que le son naturales, de momento los disolvió a palo seco.
Si realmente esos llamados trastornos hubiesen sido fuerzas positivas, con energía propia, cuando más destacarían su violento ímpetu sería ahora, bajo un régimen de excepción como el actual. Y ha sido todo lo contrario. Que se suspenda en Inglaterra o en Francia la Constitución, con todas las libertades y garantías públicas, y se verá lo que pasa. Aquí, con eso, puede decirse que ha dejado de pasar, pues todo pasaba antes. Eso prueba que aquellas energías perturbadoras no eran positivas, sino negativas. En una palabra: que no vivían de su fuerza propia, sino únicamente de una debilidad gubernamental llevada hasta lo inverosímil.
De manera que no ha de asustar a nadie —y aquí menos todavía que en un país de sensibilidad ciudadana refinada, o simplemente despierta— una reforma constitucional. Al contrario: una remoción a fondo de los basamentos harto convencionales y caducos sobre que descansa la vida pública española, no solamente no produciría perturbación alguna —de hacerse con la máxima libertad de opinión, entre la más amplia y mutua tolerancia y bajo el más riguroso mantenimiento del orden—, sino que quizás constituiría el único medio de sacar fuera, a plena luz del sol, cuanto anda oculto en las entrañas ciudadanas, a riesgo de pudrirse. La franca exteriorización de todos sus pensamientos, por absurdos que fuesen, pues el aire puro de la realidad ya se encargaría de marchitar a los enfermizos, nos libraría de infecciones ocultas. Y la explosión teórica de todos sus sueños y sus pesadillas, tal vez despertaría prácticamente a España. Convendría decir algo más. Lo diré en otro artículo.
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