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Vuelta a la escuela

La Razón
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No había que comprar libros de texto nuevos, porque únicamente estudiábamos la enciclopedia Álvarez, y por eso no necesitábamos tampoco ni mochila ni nada parecido.

En la pizarra de cantos de madera que llevábamos bajo el brazo nos ponía el señor maestro las cuentas –de las cuatro operaciones, y, en el caso de los más espabilados, la regla de tres simple– y los problemas, por lo común referidos a actividades de compra y venta de los productos de primera necesidad.

Nunca tuvimos estuche, para qué si no hacía falta, en cada mesa o pupitre había, justo en el centro, un agujero redondo, y en él, un recipiente de cristal que hacía las veces de tintero colectivo donde mojábamos la pluma –con mango de madera– para escribir.

El material escolar propiamente dicho y de uso particular lo guardábamos en los cajones de la mesa, cada uno en el suyo: los lápices (lapiceros, los llamábamos, y los mejores eran los que llevaban goma de borrar en la parte superior, y si no, los que venían decorados con la tabla de multiplicar), el plumín metálico para la pluma (que se despuntaba por menos de nada, en cuanto se apretaba un poco al escribir), la goma de borrar, el papel secante para los borrones de tinta, el papel calcante para calcar mapas y otros dibujos especialmente difíciles, la libreta, las pinturas (de Alpino, de seis, de doce... ¡o de veinticuatro!, que era el no va más, pero estas había que esperar siempre a ver si las traían los Reyes)...

Luego, a principios de la década de los sesenta, como consecuencia a lo mejor del plan de desarrollo famoso, llegaron los bolígrafos, los primeros de todo los de la marca Bic: ¡la ilusión que nos hacían aquellos pequeños estuches de plástico con dos dentro, y de distinto color, rojo y azul, o de tres, azul, rojo y negro!