Historia
La crisis que vivió Madrid hace cinco siglos por el aumento en la demanda de leña
Lo del combustible no tiene remedio, salvo el de la prospección científica. El apaño fiscal solo sirve por un poco de tiempo
Me quedé hace unos días contando cómo con la llegada de la Corte hubo incremento en la demanda de leña y andaba viendo lo rápido que se decidió que ante la presión de la demanda, se comprara un libro blanco en el que registrar la gran cantidad de cédulas vendidas a los que iban a retirar las ramas a las dehesas de la Villa. En efecto, a finales de octubre de 1561, como digo con el invierno en puertas y la Corte encima, era el momento de dignificar el tráfago de la leña:
“En este ayuntamiento se acordó que Alonso de Paz compre 2 libros blancos en que se asienten las cédulas de la leña, y lo que costaren se le reciba en cuenta”.
A la vez, tomaban consciencia de que habría de haber un escribano que asentara lo que se vendiera de leña de la Villa. Para el regidor Diego de Vargas tendría que haber un receptor del dinero por la venta de la leña, que diera un recibo (o “cédula”) al comprador y otro a un contador municipal, Juan de Paz que sería el que registraría, en último término, la venta en el libro blanco, que cada vez sería menos blanco porque estaría más escrito: La fórmula propuesta por Diego de Vargas era que el recibo que se expidiera para el que comprare, dijera –según transcribo desde las actas municipales- “fulano deja pagadas tantas carretadas de leña, dénsele”. El comprador iría a la dehesa con su papel y se lo daría al encargado municipal que allí vigilara. ¡Habían conseguido burocratizar el cargar a un burro con unas ramas de leña! Finalmente no fue uno, sino dos los libros que se compraron (20-X-1561).
La novedad pretendida por Diego de Vargas era aceptada por unos y contestada por otros. En concreto, “Francisco Zapata de Cisneros dijo que le parece que lo que está proveído está muy bien proveído, y si ahora se hiciese novedad sería enfrascar las cuentas”.
Verdaderamente no sé qué propensión tiene el ser humano a querer meter más gente en la gestión de los asuntos públicos, que lo único que hacen es, en verdad, “enfrascar las cuentas”.
Desde 1561 el ayuntamiento tenía la obligación de proveer de leña a los cortesanos aposentados por el rey. Fue una marea humana la que vino desde Toledo aquel año. Los regidores lo veían con desconcierto. La presión sobre la ciudad y sus derechos era inusual. Pero, al mismo tiempo, creían en la bondad de la buena gente, en lo moral. A mediados de octubre de 1561 el ayuntamiento propone cándidamente que “estos señores nombrados [para llevar el libro de la leña y las cédulas] hagan memoria de los señores de los Consejos y de otras personas principales de la Corte para que vean la leña que han menester y aquí se modere, conforme a la posibilidad que hubiere, y este nombramiento que se ha hecho, se entiende sin llevar nada”.
Que se moderara voluntariamente el consumo de leña y que a quienes les recayera el trabajo de hacer memorias (la burocratización de todo), fuera “sin llevar nada”, o sea, de gratis. Volveré sobre ello. Hoy en día hay a quienes se pide un esfuerzo laboral, pagándoselo y se echan a la calle. Queda demostrado que unos no entendieron el alma humana y otros sí.
Hacia diciembre de 1561 la presión demográfica hizo que se incrementara la demanda de leña. Con ella, aumentó el dinero recaudado. Y así, debió ser de tal magnitud el superavit por ventas de leña que de su producto se empezaron a pagar “censos” (hipotecas municipales) y más adelante se mandó comprar en Ávila “pesos y pesas para el contraste de la Villa”. Pronto, también, se empezaron a pagar extraordinariamente salarios de empleados municipales. Y también las dietas al Corregidor y regidores cuando salían a inspeccionar los amojonamientos de Madrid por el río Jarama. Las seras de carbón para el brasero del ayuntamiento también se compraban con cargo al producto de la venta de la leña. Por cierto, el pobre brasero del ayuntamiento “se quebró el día de las alegrías de la entrada esta villa de la Reina nuestra señora”, que menudo jolgorio debió haber en el ayuntamiento para cargárselo, así que tuvieron que comprar otro… con cargo a las ventas de la leña. Y no fue lo único que pasó: de la leña se sacó el dinero para pagar el “plato sobresmaltado que se perdió el día que se dio la colación a su Majestad cuando entró a esta villa”. No creo que las fiestas y rondas nocturnas de Rembrandt superaran las correrías de los regidores de Madrid.
Pero también los gastos originados por el intento de conversión de la abadía de Párraces en catedral de Madrid, se costearon con cargo a los beneficios de la leña.
Desde diciembre de 1561 se echó mano en la leña también para pagar el abastecimiento de aceite de Madrid. Normalmente los productos del comer y beber iban tasados y entregados a proveedores que pujaban anualmente por las “obligaciones” de abasto. A veces, por diferentes razones, no se cubrían las obligaciones y entonces era el ayuntamiento el que gestionaba la propia provisión para la ciudad. Pero había que pagar lo que se comprara. Por ejemplo, el aceite para 1562. El dinero se sacó de las rentas de la leña. De la gran gallina de los huevos de oro que eran las rentas de la leña se pagaron en diciembre de 1561 “las herramientas contenidas en las ordenanzas para el remedio del reparo del fuego”.
También, cuando vieron que el puente de Toledo -que era de madera- se venía abajo, encargaron en el invierno de 1561 que se prepararan unas condiciones de reparo y que se sacaran a subasta. Los costes, claro, a las ventas de la leña. Y también la misa a los franciscanos que se daba anualmente en la Plaza de la Villa, o el chirrión de mano para limpiar las calles, o las dietas del corregidor y los regidores que fueron a Alcalá a dar el para bien de Madrid por la vuelta a la salud del Príncipe. Con cargo a la leña, se pagaban los reparos del camino de El Pardo, o la restauración de “la cruz de piedra berroqueña que está en saliendo de la puerta de Moros” y “la cruz que está en la cuesta de Toledo que se cayó”.
De la misma manera se cargaban al beneficio de la leña los costes de los pleitos de Madrid por los límites del Real de Manzanares, o sobre las jurisdicciones de Cubas y Griñón, sendos pleitos multiseculares, por cuanto se arrastraban, al menos desde finales del siglo XV.
No obstante, la gestión de la recaudación de la leña se iba a convertir en un problema. La aparición de voces disonantes así lo anunciaban. Las voces disonantes, y algún acto simbólico. El 29 de diciembre de 1561 el tesorero Alonso de Paz pidió “que ya sus mercedes saben cómo el dinero de la leña se depositó en su poder, que suplica a sus mercedes lo manden depositar en otra persona porque tiene mucho que hacer”.
El tema, claro, da para mucho más. Sin imaginación, todo pasaba por controlar más y más las dehesas propias, prohibir y prohibir y preparar más y más ordenanzas. Y a una medida, seguía otra restrictiva. Así hasta finales del siglo XVI, hasta octubre de 1594 en que fue precisamente Felipe II el que dictó unas ordenanzas de la leña, que junto a otras inquietudes forestales y cinegéticas del rey garantizaron que el Bosque de El Pardo perdurara y haya llegado a nuestros días.
En fin. Dejémoslos con sus cuitas. Lo del combustible no tiene remedio, salvo el de la prospección científica. Cualquier apaño fiscal solo sirve por un poco de tiempo. La demanda si es tan exagerada como lo es, hará saltar por los aires la oferta. Es muy simple. Es de cajón. Y si no hay viento, los molinillos no darán para mover los petroleros que pululen por el Índico. O al menos así me lo imagino. Menos mal que en su día paramos la generación de energía atómica y con ello se debió venir abajo la investigación en energías nucleares. Imagino que debió ser así. Aunque me equivoco.
Alfredo Alvar Esquerra es profesor de investigación del CSIC
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