Historia

El clima cambiante en Madrid (I): cuando el calor en la capital se combatía con procesiones

Fue 1581 un año calamitoso. Peste, sequía y falta de profilaxis. Así se vivía cuando eran ecológicos y sostenibles al cien por cien

Unos niños, refrescándose en Madrid Río
Unos niños, refrescándose en Madrid RíoDavid JarLa Razon

Hace un calor insufrible. Las causas son muchas y variadas, desde los efectos del cambio climático, a que ha entrado desde Marruecos un brutal anticiclón, o que estamos a mediados de junio (aunque las fechas son un poco adelantadas para tanta canícula). Calores a destiempo, sirvan de esperanza estas palabras, ha habido siempre. Como alteraciones puntuales en el clima (que no en la climatología, que es la ciencia que estudia el clima: cuando una sociedad necesita barroquizar su lenguaje es porque está en crisis cultural). Vengo a preocuparme y ocuparme ahora de unas cuantas cosas anecdóticas sobre el clima de hace cuatrocientos años. Clima que, insisto no era monótono, sino que los volvía locos por sus brutales cambios.

Había cambios en el clima y había mucha población (a partir de 1561). No sé si esto te suena: si fuéramos menos en el Planeta, otro gallo les estaría cantando a los supervivientes. Pero tenemos vacunas que nos van salvando la vida por millones y otros usos existenciales que, además, nos prolongan el número de cumpleaños. Todo ello no va ligado a una inversión similar en investigación capaz de paliar semejantes curvas estadísticas demográficas, de presión sobre los recursos naturales, etc. Pero eso sí, en lo que se gasta dinero a espuertas y se ha creado un fundamento cultural es en el culpabilizarnos a los que quedamos por aquí, a los desdichados paga-impuestos individuos de a pie, que somos –digo– los culpables de todos los males. Otrora un pecado individual martilleaba un poco más un clavo en Cristo, o le hundía algo más en la frente una espina de la Corona. Pues eso: hemos cambiado una religión por otra; siempre hay pecados, pecadores, culpas y culpables.

Vengo repitiendo que desde 1561 fueron llegando a Madrid una media de unos 2.500 individuos por año. Muchas gente para una villa anclada en la mentalidad de que lo único que se puede hacer es lo que marcaban los cánones antiguos, los fueros del pasado vigentes, la tradición frente a la innovación, el pasado normativo. La innovación les daba miedo, y si no a todos, a muchos.

La Villa tenía los recursos naturales que tenía desde la Reconquista. Pero ahora tenía mucha más población. Los recursos empezarían a escasear en algún momento: en el ayuntamiento del 18 de abril de 1583 se oyeron voces quejosas, «es mucha y muy notoria la falta y esterilidad de montes que esta dicha Villa y su Tierra tiene, y la grande carestía de leña». Lo de grande carestía de leña quiere decir, obviamente, que se necesitaba más madera. La presión demográfica era la responsable. Con menos gente, no se denunciaba «carestía de leña». Una manera de paliar esa «carestía» era, decían algunos, poner en explotación bosques salvajes para aprovechamiento de su leña y además, metiendo en ellos más ganados. Más ganados, obviamente, aunque no hiciera falta decirlo, para alimentar a la población en aumento.

Por tanto: a los veinte años de llegar la Corte a Madrid, ya se empezaba a pensar en cambiar los usos y explotación del suelo para alimentar a tanta gente, o en sus palabras «se podrían criar montes sin ningún daño».

Sigamos en esos años. En 1581 hubo peste en Madrid. Ellos lo llamaron «el catarro». Fue probablemente peste pulmonar, por la cantidad de muertos y la rapidez con que caían, según se puede constatar con la pausada lectura de los libros de difuntos que aún se conservan en las parroquias de la Villa. Fue, en todos los órdenes, un año calamitoso. Venía arrastrándose una durísima sequía por lo menos desde el invierno de 1580. Peste, sequía y falta de profilaxis. Así se vivía cuando eran ecológicos y sostenibles al cien por cien. El 17 de abril en el Ayuntamiento se empezó a plantear la necesidad de hacer procesiones por la «necesidad que al presente hay de agua y la falta que hace cada día», procesión que quedó organizada el día 19 de abril: «En este ayuntamiento se acordó que mañana a las 7 de la mañana se haga procesión general y salgan de Santa María para la iglesia de San Sebastián de rogativa por la salud general del Reino y de esta villa y por los buenos temporales». Vivían preocupados, luego atemorizados y finalmente aterrorizados. Pero sosteniblemente.

Por cierto: presidía la procesión la virgen de Valverde, extramuros de Madrid. Al parecer, sin embargo, su vestido no era lo digno que merecería serlo para la ocasión así que cogieron el de la Virgen de Atocha y se lo pusieron a la de Valverde…, que le quedó pequeño. Al acabar la procesión devolvieron cada vestido a su Señora y repartieron recompensas económicas para mejorar las imágenes. Como se ve, unas tenían más poderes taumatúrgicos que otras, en función de la especialización de cada una. Pero la de Valverde no quedó satisfecha con ese jaleo de vestidos y procesiones, y no llovió.

Para combatir los efectos de la peste se había nombrado unos «comisarios de la peste» que estaban a las órdenes del Corregidor. Durante el calurosísimo mes de julio de 1581 se fueron adoptando medidas a cual más angustiosa para ellos, más sorprendente para nosotros: el 7 de julio, «que a costa de los gastos de pestilencia, porque conviene a la salud obviar el polvo que se levanta en las calles […] el señor corregidor y comisarios de la peste provean y den orden que las tres calles principales de Atocha y Toledo y calle Mayor y Arenal se barran y se rieguen cada segundo día con odres y azacanes o de la forma que mejor les pareciere». Una semana más tarde, «se platicó y confirió cuánto importaría que la plaza Mayor de esta villa estuviese empedrada, por lo que la experiencia ha mostrado del beneficio tan notorio que se ha seguido para la limpieza, ornato y policía y salud» y «por el polvo que de verano se les causa [a vecinos y comerciantes] y el lodo e inmundicias de invierno y otros muchos inconvenientes que son notorios».

Alfredo Alvar Ezquerra es profesor de investigación del CSIC