Madrid

El Café Central se despide: el jazz madrileño pierde su escenario más emblemático

Tras 43 años de historia, el mítico local de la Plaza del Ángel cerrará sus puertas el 12 de octubre. Sus responsables buscan un nuevo hogar y piden ayuda a la ciudadanía para mantener vivo el legado.

El próximo 12 de octubre, una página dorada de la música madrileña llegará a su fin. El Café Central, ese rincón mágico de la Plaza del Ángel que durante más de cuatro décadas ha sido el corazón palpitante del jazz en la capital, cerrará sus puertas definitivamente.

"Creo que todo madrileño tiene un rincón en su corazón para el Café Central", dice con nostalgia Juantxu Bohigues, quien ha sido testigo privilegiado de ocho años de historia como encargado del local. Sus palabras resuenan con el peso de quien ha visto pasar por ese pequeño escenario a leyendas como Pedro Iturralde, Tete Montoliu, Bobby Watson o Ben Sidran.

Las paredes del Central guardan secretos musicales que solo pueden contarse en voz baja. Juantxu recuerda con una sonrisa emocionada aquella noche mágica cuando Wynton Marsalis invitó a Chano Domínguez, que estaba entre el público, a subir al escenario para enseñarle unas seguidillas. "Ese tipo de cosas solo pasan en el Central", susurra. O esa vez que Van Morrison apareció durante un concierto de Ben Sidran, improvisó sobre el escenario y desapareció antes de que la gente pudiera procesarlo completamente. Jorge Drexler, con su Oscar bajo el brazo, también ha protagonizado noches irrepetibles, siendo invitado a tocar y acabando con conciertos enteros porque el público simplemente no le dejaba marcharse.

Para músicos como Gabriel Szternsztejn, guitarrista argentino afincado en Madrid desde hace 24 años, el Central representa mucho más que un local de conciertos. "Cuando llegué, todos los músicos hablaban del Café Central como el lugar donde tocar. Costaba mucho entrar, porque todos querían estar aquí", recuerda. Gabriel ha compartido escenario con el quinteto de Patxi Pascual durante años, viviendo esa experiencia única donde "la música es protagonista, no un complemento". Sus últimos conciertos allí han tenido un sabor agridulce: "Es muy especial. Ya sabes que es la última vez. Despedirte del sitio, del personal, del ritual... Todo tiene otro sabor".

Patxi Pascual, saxofonista que ha presentado tres de sus discos en el Central, no puede ocultar su indignación ante lo que considera un síntoma de un problema mayor. "Es un golpe que nos afecta a todos, pero sobre todo a los trabajadores y a la ciudad", explica con voz cargada de preocupación. "Este es un centro histórico del jazz en Madrid, y perderlo es síntoma de lo que está pasando: el centro de Madrid se está entregando a grandes marcas que buscan solo rentabilidad". Sus palabras apuntan a una realidad dolorosa: Madrid perdería "su principal referencia de jazz a nivel internacional", ese lugar que permitía que la capital estuviera en el mismo circuito europeo que Roma, París o Ámsterdam.

El drama humano detrás del cierre es palpable. Treinta y cinco trabajadores se enfrentan a la incertidumbre, mientras Juantxu lamenta la intransigencia de los propietarios: "Nuestro contrato de cinco años terminó, y los dueños del local no quieren renovarlo ni sentarse a negociar. Solo pedimos diálogo". La pesadilla de imaginar un Kentucky Fried Chicken o un Starbucks donde antes sonaba jazz es algo que obsesiona a quienes han vivido la magia del Central desde dentro. "No podemos sustituir lo auténtico por una franquicia", sentencia Juantxu con amargura.

Pero la esperanza se resiste a morir. El equipo ha habilitado el correo central2@cafecentralmadrid.com para recibir propuestas de nuevos locales, mientras Javier González prepara una programación de despedida que promete estar "por todo lo alto". Joshua Edelman, quien dará el último concierto tras haber actuado 703 veces en el Central, cerrará simbólicamente una era.

El 12 de octubre, cuando se apaguen las luces del Café Central por última vez, Madrid no solo perderá un local de música. Perderá un pedazo de su alma cultural, ese lugar donde cada noche era un pequeño milagro y donde la música tenía el poder de crear momentos irrepetibles. Como insiste Juantxu con una mezcla de dolor y esperanza: "No es un adiós, es un hasta luego. Los adioses no me gustan". Y en esa frase se resume todo: la negativa a aceptar que algunos lugares son irreemplazables, y la fe ciega en que la música, como la vida misma, siempre encuentra una manera de continuar.