
Restaurantes
Ponemos nota a Picaflor, en Pamplona
Es uno de esos entresuelos de felicidad que alfombran las alegrías de la vida comedida

Han estallado las fiestas de Pamplona y muchos peregrinos de la buena o mala vida se dejan llevar en materia gastronómica por los clásicos recetarios que hablan de la pocha, el ajoarriero o el guiso de toro. Guías de merienda y almuercicos y un sinfín de bocados y tragos para que el cuerpo aguante. En ocasiones lamentables, los que vagabundeamos por este país no ponemos la mirada en las casas de comida que no viven del tópico ni del bullicio, en especial si de Pamplona se trata.
Y como un maravilloso oasis, y con una devoción a la cocina clara e inteligible, surge Picaflor. Su nombre alude de forma confesa al colibrí de pico fino que come mucho y variado y también a ese galán mujeriego al que le gusta cambiar de alcoba. En definitiva, a la búsqueda del pellizco cariñoso en lo culinario. Pilar Arellano Goicoechea, en el resplandor de la veintena, ha orquestado un bistró amable, cálido en su formato, que incluye en su decoración las paredes alfombradas y una exquisita vajilla francesa y una propuesta coquinaria que crea hábito.
La medida de las cosas, desde Aristóteles, siempre es el punto medio, y en esa virtud se van despachando ricos embutidos como la chistorra del tío Patxi, el evidente y necesario chorizo o una convincente ensaladilla de manzana verde que refresca cualquier avatar del camino. Las pochas, cuando tocan, acompañadas de gambón. Así, unas celebradas lentejas al curry o una acelga picada con envolvente salsa que no hace perder la vocación verde.
Todo es tan luminoso como la Toscana que añora Pili, quien declara su sueño de abrir algún día el restaurante en el icónico rincón italiano. Desde el servicio, tan preciso y cariñoso como todo, hasta la apuesta por el vino navarro –pues, de hecho, las otras visitas a ejemplares foráneos se califican como infidelidades–.
En la parte mollar puntúa mucho una albóndiga de la abuela, y sin literatura, por su rica salsa y mejor relleno, Junto a unas manitas finas y sin necesidad del recurso del exceso gelatinoso. El bonito es literalmente de diez, homenaje a la temporada y a su textura magnífica.
Picaflor es uno de esos entresuelos de felicidad que alfombran las alegrías de la vida comedida y que animan las ventanas de cada día. Está llamada esta cocinera a grandes cosas.
Es importante recordarlo en tiempos de fórmulas prefabricadas, que solo la vocación verdadera sostiene el milagro cotidiano de una cocina honesta. No basta con técnica ni con productos excelsos; hay que tener también esa voluntad inquebrantable de dar de comer como quien canta o reza. Se nota, se agradece, se vuelve. Porque en lugares así, como Picaflor, no se sirven platos: se ofrece una forma de estar en el mundo. Sin impostura. Sin ruido. Con alma.
Postres que conmueven
Y si todo esto ya compone una sinfonía, el cierre no es un punto final sino una nota sostenida de dulzura y precisión. Los postres de Picaflor no están para cumplir, están para conmover. Las natillas con merengue son pura nostalgia en estado de gracia, un ejercicio de sencillez que estremece. El soufflé de chocolate con helado se ofrece como una tentación civilizada, donde la intensidad del cacao se domará seguro con la caricia del frío. Y la Pavlova, etérea y frutal, parece salida de un sueño de alta repostería. Hasta la tabla de quesos, con sus contrastes afinados, invita a quedarse un poco más, para probarla otro día, como quien alarga la sobremesa con quienes merecen la vida.
En Picaflor no hay apoteosis, hay verdad. Y eso, créanme, vale más que todas las estrellas.
LAS NOTAS
BODEGA 7
COCINA 8
SALA 8
FELICIDAD 8
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