Un caso único
Joaquín María de Nadal nació en Barcelona en 1883 y murió en la misma ciudad en el año 1972. Estudió el bachillerato en los jesuitas y derecho en la Universidad de Barcelona. En 1921 fue nombrado teniente de alcalde del Ayuntamiento de Barcelona, por la Liga, y diputado a Cortes en 1934. Durante seis años fue secretario político de Francisco Cambó. Fue presidente de la Sociedad Económica de Amigos del País y de la Liga de Defensa Industrial y Comercial. Colaboró en los periódicos “La Veu de Catalunya” y en el “Diario de Barcelona”. Fue cronista oficial de Barcelona. De su producción literaria destacamos: “De todo por todas partes” (1930); “Aquella Barcelona” (1933); “Novela extravagante” (1935); “Por tierras de Cristo: impresiones de una peregrinación a Palestina” (1935); “Estampas de la vida vuitcentista” (1946); “Memorias de un estudiante en Barcelona” (1952); “Seis años con Don Francisco Cambó. Memorias de un secretario político” (1957); “El obispo Caixal, un gran prelado de la Edad Moderna” (1959); “Memorias: ochenta años de sinceridades y de silencios” (1965).
Su esposa, María de la Mercedes Baixeras,escribió un interesante diario. En él fue detallando los sucesos que les pasaron a su marido e hijos durante el conflicto bélico. Primero en Barcelona, luego en Génova y Roma. Escribe:
«Este año los acontecimientos en nuestra vida familiar se desarrollaban de distinta manera que en otros años, o sea que la familia, que nunca se separaba para emprender el veraneo, se dividió; y es que amenazaba la huelga de transportes, y Joaquín temía verse imposibilitado de salir de Barcelona hasta muy entrado el calor.
En este plan estalló la huelga encontrándonos providencialmente todos en Caldetas un sábado, en el que íbamos a pasar la siguiente fiesta del domingo en familia, con la intención de celebrar el cumpleaños del chico, que habíamos pasado separados el 12 de julio. Eso fue el 18 de julio. Seguidamente empezaron a llegar noticias alarmantes. El domingo, 19 de julio, al mediodía, pasó el último tren hacia Barcelona, donde se concentraban todos. Aquella tarde, al salir de la capillita del Carmen, después del rosario, Mosén Monpió nos pidió si podíamos albergar al Santísimo en casa. Noticia que, naturalmente, nos causó -en medio de la tristeza que se iniciaba- un gran consuelo. Interiormente, no obstante, debo confesar que pensé que el albergue no era muy seguro para el Señor. Más me tranquilizaba la idea de sumir las Sagradas Formas en caso de necesidad.
A las diez de la noche el mismo Mosén Monpió vino a casa y depositó el copón encima del altar de la capillita. Estábamos todos reunidos con el servicio y nuestros buenos amigos. Nunca olvidaré esos momentos emocionantes. Se despidió el sacerdote hasta el día siguiente a las siete y media. Por la noche se hicieron algunas velas; pero yo me acosté, porque quería conservar mis fuerzas, para poder comulgar antes de llevarse al Señor. A las siete y media lo recibimos con mucha devoción, y luego Mosén Monpió nos bendijo con el copón. Aquella bendición nos aseguraba la protección del Cielo, como así fue.
Después me fui a oír la Misa que dijo Mosén Monpió en la capillita del Carmen. Última Misa. Al terminar, dirigiéndose al pueblo, dijo: “acérquense a comulgar, porque luego no podrán. Voy a sumir las Sagradas Formas”. Así lo hizo, y con ese acto terminó su ministerio, cerca de ese sagrario tan querido por todos los caldetenses, asiduos a recibir al Señor de paz y fortaleza.
Mosén Monpió salió de su capilla el lunes y el martes entraron los revoltosos a incendiarla, reduciéndola a cenizas, con insistencia satánica. Aún comulgamos el martes en la parroquia, entrando por la casa del Rector y el miércoles fue tomada esta iglesia también, como la otra, recibiendo con el fuego los ultrajes y profanaciones. El dolor se reflejaba en los rostros de todos y el espanto empezaba a apoderarse de nosotros, al ir conociendo los estragos que se hacían por todos lados. La furia se desencadenó muy fuerte contra las iglesias y el clero. ¡Cuántas víctimas! Luego se oían contar asesinatos y detenciones de personas pertenecientes a todos los órdenes sociales, políticos, fabricantes, comerciantes, cualquier persona distinguida o no distinguida en algo, porque de hecho no se sabe por qué perseguían ni por qué mataban. No parece sino que el fin de esta revolución sea la destrucción. Todo saqueado, sin respetar nada: obras de arte, que en otros países han sido apreciadas de un valor fabuloso, ¡destruidas! Personas solventes, respetabilísimas, perseguidas, detenidas… asesinadas… Muchachos jóvenes, por pertenecer a centros católicos… asesinados. Todo a sangre y fuego, y en la carretera, en donde da la casa nuestra de Caldetas, un continuo ir y venir de automóviles de los revolucionarios, con los fusiles apuntando.
El mismo martes 21, en que quemaron la capilla del Carmen, a la hora de comer, estando todos alrededor de la mesa, en agradable conversación familiar, vinieron los revolucionarios a casa a hacer un registro. Buscaban armas. Con malos modales, golpearon la puerta de hierro con las culatas de sus fusiles, gritando: ¡El amo de la casa! Añadiendo en tono de amenaza: Una, dos, tres. De un brinco nos levantamos todos. Los tres hombres de la casa, salieron a la terraza y en seguida les obligaron los brazos en alto. Yo me llevé la niña al cuarto. Pobrecita, gritaba: ¡que van a matar a Papá! Pero yo le hice dirigirse a la Virgen que tenía en una esquina del cuarto: No temas, le dije, a Papá no le pasará nada, porque la Virgen lo salvará.
Empecé a rezar el avemaría. La voz me temblaba. Antes de terminar de rezar vino Sol y me pidió agua de azahar para victoria, que tenía un ataque de nervios. En seguida oí que me decían: Mamá hemos de bajar todos a la calle. Con la niña abrazada a mí llorando me fui a la escalera. Los revolucionarios estaban en el vestíbulo apuntando con las armas. Les dije con seguridad: Por mí no temo, pero esta niña se asusta. No sabía cómo tomarían mis palabras. He de confesar que quedé sorprendida al oír que uno de ellos decía: Abajo las armas y dirigiéndose a la niña, la acarició, diciéndole: No temas, niña, que sólo queremos hacer un registro.
Salimos a la calle todos menos Joaquín padre, que quedó dentro con parte de los revolucionarios. Como tardaban en salir, pasé verdadera angustia. Francisco, fuera, en la calle, conversaba con uno de ellos. A mí me trajeron una silla y me permitieron sentarme. Al cabo de un rato otro de ellos, que estaba dentro de casa, salió y dijo que entráramos, que nos íbamos a resfriar. Así lo hicimos, agradeciéndoselo. Al preguntarle Francisco noticias de Barcelona al que hablaba con él, todo está tranquilo, contestó con naturalidad, iglesias no queda ni una. Sólo se ha salvado la Catedral.
Por fin bajó Joaquín con los hombres que hicieron el registro y se deshacían en excusas, por habernos dado un susto inútil, molestándonos. Entre ellos comentaban: Eso ha sido una venganza personal. Hemos hecho el ridículo. Hay que procurar no dejarse enredar por el Comité.
Luego hemos sabido a qué fue debido el cambio de actitud de esos revolucionarios. Y es que entre ellos vino un muchacho hijo de una amiga lavandera de una camarera de casa, que haciendo el servicio militar le obligaron ir con ellos. Este muchacho, al entrar en casa y reconocer a esa chica tuvo tal habilidad que logró desvirtuar el encono contra nosotros. Cosa posible, por cuanto esos hombres, mal organizados entre ellos, ignoran la mayor parte de las veces, el nombre de la casa a donde van y el motivo que los lleva a registrar o a matar.
Como los trenes no funcionaban ni había modo de comunicarse por correspondencia, María del Carmen, que había venido invitada el sábado, se encontró sitiada en Caldetas, como asimismo Francisco. Se hablaba de la posible salida de Francisco hacia Barcelona, en un coche de la FAI como súbdito argentino. Fue a hablar al Comité y obtuvo un salvoconducto, con la condición de salir a las cinco de la madrugada. No nos opusimos a su intento; pero como el caso era grave, tampoco le inclinamos a realizar ese viaje, que resultaba arriesgado. Interiormente deseábamos que se decidiera, para así, además de verle lejos de la revolución, poder, por su conducto, mandar noticias a Mercedes a Inglaterra.
Habíamos quedado incomunicados, con temor de que al enterarse de las malas noticias de España, regresara a nuestro lado rápidamente. Francisco se fue el viernes a las cuatro y media de la mañana. Clareaba. Joaquín y yo salimos a la carretera a despedirle. Antes de emprender el viaje, a pie, con su maleta, sin cuello, sin sombrero, yendo hacia el Comité de la FAI a agregarse a uno de sus vehículos le persigné. No estuvimos siguiéndole con la mirada hasta la esquina. Que la Virgen le proteja, dijimos. ¡Qué días de emoción y de tristeza!
Nada más de él supimos hasta el martes, en que empezaba a circular algún tren y llegó Juan Antonio por la tarde. Nos trajo la noticia de que nos habían saqueado la casa de Barcelona, y habían robado cuanto habían querido.
Francisco había encontrado en el Paseo de Gracia a esos revolucionarios que habían hecho el registro en Caldetas, y le habían dicho: Si aquel día hubiéramos sabido de quién era la casa a ese señor lo prendemos, porque teníamos orden de detención. Y al decir Francisco que pensaba dormir en Claris aquella noche, le aconsejaron que no lo hiciera. El asunto tomaba mal cariz, cosa que no me sorprendía, pues ya hacía algunas horas estaba intranquila por Joaquín, siendo tan significativo en la política y cuestiones religiosas.
El miércoles a la mañana insistí en que nos marcháramos. Veía fácil el obtener los salvoconductos con el motivo de estar yo delicada y tenerme que acompañar él al médico. Luego saldrían los chicos de casa yendo, de momento, con nuestros amigos Escolá, y así, poco a poco, deshabitaríamos la casa y nos reuniríamos en Barcelona en cualquier escondite, preparando la huída para todos. Aquella noche no había descansado ni un momento, siempre con la visión presente de una detención que consideraba inevitable. A cada rato me parecía oír llamar a la verja de casa. Cada coche que pasaba lo notaba disminuir la marcha, o a mí me lo parecía. ¡Qué angustia! El corazón oprimido a cada nueva impresión me latía con aceleramiento.
Desde la mañana dos hombres vigilaban nuestra casa. Los vi y me asusté. Pero luego se esfumó este susto con los muchos que sufríamos a cada rato.
Por la tarde nos dijeron que el Comité de Caldetas hacía un nuevo registro por todas las casas, con intención de poner unos letreros diciendo “Registrado”, para resguardarnos de nuevos registros de esos grupos que venían de fuera, como nos sucedió a nosotros. Joaquín estaba en casa de los Escolá jugando al tresillo. Fui a avisarle y creíamos prudente volver a casa y esperarles para que el servicio no estuviera sólo en aquel momento.
Joaquín, en vez de esperar en casa, se quedó paseando, cerquita mismo, por delante de la vía. A los diez minutos llamaron a la puerta. Pensé: ¿serán ellos? Pero casi me parecía imposible que tuvieran tiempo de llegar ya. No obstante, al abrir la verja vi entrar un grupo de hombres armados. Entre, les dije desde lejos, el señor viene en seguida. Creí de buena fe que eran los del Comité de Caldetas. Mandé a María Antonia de Nadal Baixeras a buscar a su padre. Uno que debía ser un jefe se acercó a donde estaba. El hombre traía tan mala raza. Aquellos hombres no eran de Caldetas sino de fuera y venían a prender a Joaquín.
Las sirvientas, en pie, en el planchador, en frente mío, mi miraban con cara de susto. Yo, sola en el jardín esperaba como una estatua, en pie, la tragedia. El hombre, receloso, se paseaba, impaciente, como fiera enjaulada, de arriba abajo, sin mirarme. La mirada fija en la calle. Por decir algo, procurando dulcificar la voz, le pregunte con amabilidad: “Deuen estar molt cansats? Aquesta feina no ens cansa”, contestó vuelto de espaldas vomitando en sus palabras, todo el odio de raza que llevaba dentro. No interrumpió su receloso paseo.
Me acerqué a un banco, y me senté, como un sentenciado. Cerca de la verja de la carretera vi entonces que, guardándola estaba un grupo de hombres. Más cerca de mí también había algunos. Desvié la mirada, dirigiéndola al casino por donde Joaquín llegaría, inconsciente, decidido. Él confiesa que en seguida comprendió, como yo, su error: que aquellos hombres no eran del Comité de Caldetas; pero no dudó un momento en entregarse. Aquí estoy, dijo. Las armas, le pidió aquel demonio. No tengo armas. Entonces le cacheó y le dijo: Haurà de venir a Mataró per unes declaracions.
Joaquín echó a andar. Enseguida le hicieron escolta los demás. Antes de salir de casa se volvió hacia nosotros. Me miró a mí con una mirada que en cien años que viviera no he de olvidar. Él sabía que en la esquina lo fusilarían. Yo también lo sabía. Y sabía más: que aquella noche yo no había dormido presintiendo esta detención y que le había suplicado que huyera, y él no quiso por nosotros. Me voy a Mataró, dijo. La niña estaba cerca e mí. Aquellos demonios no me dejarían despedirnos. La niña se echaría a llorar… la escena emocionaría a Joaquín, restándole fuerzas. Hasta luego, le contesté, y vi como se lo llevaban, más muerta que viva por la emoción y el dolor, con la impotencia de retener el crimen y el salvajismo de una revolución denigrante en la que los fusilamientos se efectuaban sin motivo, sin conocer causas, por satisfacer sólo el desenfreno de unas pasiones animales que cobijan todos ellos en lo hondo de sus mentalidades relajadas. Caso único en la historia, vergüenza para España.