Opinión

La sombra de Cádiz

Hace ahora doscientos años se estaba viviendo en España una turbia situación que guarda ciertas semejanzas con la que ahora estamos contemplando ya que las referencias a la Constitución de Cádiz, mal conocida excepto por una minoría, presentaban divergencias y sombras oscuras. Se hace difícil para quien ahora examina con detenimiento el documento comprender la importancia que revestía: aquel grupo de procuradores improvisados que durante tres años trabajaron intensamente en Cádiz habían descubierto la fórmula capaz de evitar para Europa los errores que se incluyeran en la revolución francesa ahora convertida en imperio autoritario de cuyos soldados podían divisarse las bayonetas si se contemplaba desde los bastiones el horizonte. Jovellanos no estaba allí: le había sorprendido la muerte en su tierra natal después de liberarse del exilio y rechazar la oferta de José Bonaparte. Para él lo importante era España.

Pero antes de morir el importante político asturiano había pronunciado un juicio de gran valor: no se necesitaba una «nueva» Constitución porque la Monarquía desde el siglo XIV estaba dotada de esas leyes fundamentales. Se trataba pues de acomodarlas al programa que los nuevos tiempos presentaban. Algo que el Fuero de Navarra calificaba de «amejoramiento». Y de ahí la sorpresa de poner en marcha el término «liberal», ya que la raíz misma de esas leyes fundamentales estaba en la libertad de la persona humana. No deberían olvidar los políticos de nuestros días que el término liberal es una aportación hispana y que Bolívar estaba ahora en el ejército español que había sido capaz de dar el primer palo al de Bonaparte en Bailén. Sin los errores del anti constitucionalismo la evolución política americana se habría acomodado a lo que ya las Cortes años atrás propusieran a Carlos IV.

Es verdad que en el texto aparecen expresiones un tanto ingenuas como la recomendación a todos los súbditos de «ser buenos y benéficos», pero tras esta ingenuidad aparece también una profunda y valiosa recomendación al futuro de Europa. Se mantenía el principio de unidad de la nación con la pluralidad de sus administraciones –algo que se intentara en 1978– y con ello la libertad de la persona humana incluyendo los factores económicos y desde luego la libertad religiosa correspondiente a la fe católica que se define como verdadera. Los miembros de Cádiz reconocían el orden moral y que la soberanía corresponde a la nación y no a la variedad de sus componentes y que esta se hace justa respetando los tres poderes, legislativo, ejecutivo y judicial, que desde el siglo XIV se reconocían en España y coinciden con la tesis de Montesquieu.

Ampliando y robusteciendo estos antecedentes las Cortes de Cádiz hicieron una aportación decisiva: al rey y solo al rey mediante el estampado de su firma corresponde garantizar la legitimidad de las decisiones tomadas por esos tres poderes; no es él quien toma la iniciativa, sino que asegura el cumplimiento de las decisiones que toma la razón. Pues bien, al concluirse el bonapartismo y regresar Fernando VII a España, se vio impulsado por los que temían que esa Constitución podía quebrantar sus privilegios regionales y decidió rechazar todo aquel monumento que en su nombre y fidelidad se había construido. Y entonces los partidos tomaron una nueva decisión recurriendo a la fuerza. Monarca y súbditos coincidieron en el error. Y el resultado fue la independencia y ruptura de los prósperos reinos americanos y la guerra civil en España entre tradicionalistas y liberales. Una contienda que nos conduciría por etapas a las fechas del 98 y del 39 que ahora, gracias a Dios, la transición hacia una Monarquía auténtica creíamos haber eliminado junto con Europa a cuya unidad nos incorporamos

Una lección que parece que los españoles somos incapaces de aprender. Deberíamos tener presente que las otras seis Monarquías que se han conservado en Europa son un modelo para el entendimiento recíproco y la convivencia. España basta por sí sola para demostrar que, por haber elegido esa forma de Estado, la salida de un autoritarismo resultado casi inexcusable de la guerra civil se ha hecho en unas condiciones ejemplares. En menos de treinta años España pudo demostrar que esa fórmula basta para superar violencias y resquemores.

Pues bien; no tenemos otro remedio que advertir que las cosas se están tornando difíciles. Una memoria política –que se disfraza bajo el calificativo de histórica– condena a una de las dos mitades y trata de imponerle una sentencia. Y los proyectos regionales –«aquí tengo que mandar yo» –- parten en dos mitades aproximadamente iguales a los habitantes de aquel territorio. Los historiadores sabemos muy bien que con diferencia de colores los totalitarios se presentaban como defensores del radicalismo material. Lenin lo dijo: totalitario es el que somete Estado y sociedad enteramente a las dimensiones de un partido. El podemismo es una especie de enfermedad que retorna.

Tiempos difíciles como son los oscuros. Contra ellos es inútil el uso de la fuerza. Toda la Transición se apoya en el abandono de cualquier memoria. Reconciliación no significa únicamente olvido aunque sea muy conveniente. Tenemos que invocar el perdón y el reconocimiento del orden ético que la persona humana lleva consigo. Difícil de lograr pero no imposible. A quienes aspiran a ejercer la política incumbe más que a nadie esta obligación. Las cartas del rey son hasta ahora un modelo a seguir. Contienen claras advertencias para no apartarse del camino.