Opinión

Un máster y mucho más

Al margen de lo que haya de oportunismo a propósito del máster de la presidenta de la Comunidad de Madrid, tal episodio merece alguna reflexión más allá de su impacto en el momento político o en las estrategias opositoras, incluso más allá de la vergüenza que debería dar –y parece no dar– a esos inquisidores que callan que ellos mismos protagonizan hechos parecidos. En todo caso no es circunstancia atenuante alguna la evangélica advertencia de que quien esté libre de pecado, que arroje la primera piedra.

Por lo pronto parece que asistimos a la consagración o la manifestación pura y dura del político profesional, es decir, aquel que fuera de las estructuras partidistas y del mundillo de los cargos políticos de mayor o menor entidad, no tiene oficio ni beneficio y que precisa adornarse con títulos que abrillanten una anterior vida profesional mate, roma o, sin más, inexistente. Parece que asistimos a la epifanía de un tipo de político que llegará a tener poder, pero que es un mindundi y léase como lo define la Real Academia de la Lengua.

Visto lo visto se echa de menos en política a los que no sin desdén suelen tildarse como tecnócratas. Quizás no sean hábiles indígenas en la selva de la política –o sí–, pero tienen categoría y prestigio profesional: como lo han demostrado no «fotoshopean» su currículo; sus méritos y títulos suelen estar en los diarios oficiales, en los escalafones de cuerpos funcionariales relevantes o tienen un brillo profesional contrastable. No defiendo que la política sea patrimonio de opositores brillantes, pero si un político no pasa del bachiller o de una escueta licenciatura, que no lo oculte ni se avergüence y, sobre todo, que no se adorne con títulos inexistentes.

Quizás ese déficit de sinceridad y honradez explique que el mindundi apetezca el brillo del tecnócrata y que si gobierna y tiene adherencias populistas, pretenda rebajar los niveles de exigencia para alcanzar lo que él no ha querido o no ha sido capaz de lograr y otros sí; que aborrezca las «memorísticas» y «clasistas» oposiciones, quizás porque su ideal sea un orden social y profesional regido por la mediocracia.

Otra consideración lleva a plantearse el desprestigio que supone para las universidades este tipo de episodios, más el desaliento que para no pocos honrados estudiantes supone que sus títulos –logrados con esfuerzo y dinero– queden igualados en el contexto profesional o social al que exhibe el mindundi; un título así devaluado que corre el riesgo de valer menos que la cartulina que lo soporta. Quizás esto lleve, como reflexión colateral, a reconsiderar la inflación de títulos propios y, ojalá, también sobre la realidad y prestigio de la universidad, de sus carreras y titulaciones.

No menos graves son las consecuencias para la clase política y la percepción de su honradez. Si ya andaba muy afectada por los episodios de corrupción, ahora aflora otra no dineraria pero no menos grave: la de la verdad, la de su credibilidad. Cuando se pontifica sobre transparencia, cuando se es consciente de la crisis de prestigio de la clase política, la floración de mindundis de un partido u otro ahonda en ese desprestigio y lleva a la convicción de que abunda la pose. Y para rizar el rizo, resulta que los pontífices de la transparencia política mienten en sus propios portales de transparencia: una paradoja de difícil digestión.

Abundando en la idea de credibilidad me viene a la cabeza esa pregunta muy del pragmatismo anglosajón: «A ese político ¿le compraría un coche de segunda mano?». Cambiemos coches por currículos: ¿votaría al que lo falsea?; ¿es de fiar alguien que exige transparencia a los contratos bancarios y se adorna con una biografía maqueada?, ¿es de fiar alguien que echa en cara a unos que se parapeten en una jerga incomprensible para el consumidor y él en másteres tan rimbombantes o campanudos como huecos o con titulaciones simplemente inexistentes? En fin, un motivo, un capítulo más dentro de un catálogo de temas de reflexión para nuestra necesaria e inaplazable regeneración, al menos para que la picaresca se estudie como género literario netamente español, no como seña de identidad de nuestra idiosincrasia.