Opinión

Vicente y Bonifacio

La archidiócesis valenciana ha tomado de pronto la decisión de celebrar un año santo que a seiscientos años de dis­tancia permite renovar la memoria de san Vicente Ferrer. Se tra­ta de uno de los más brillantes intelectuales de la brillante valencianidad que estaba adquiriendo un gran relieve medi­terráneo. Pero no debemos olvidar que se trataba de dos hermanos y no sabemos cuál de ambos alcanzó mayor relevancia para el futuro de la Iglesia y de España. No voy a entrar en detalles biográficos, pero sí me parece oportuno destacar algunos aspectos que pueden servir de mucho en nuestros días. El primero, la importancia que lograron para Valen­cia, a la que contribuyó san Vicente a engrandecer con sus viajes que destacan la importancia que revestía el eje mediterráneo. Naturalmente hubo en Cataluña algunas reticencias porque parecía mermarse el valor ecuménico de Barcelona, pero las predica­ciones que allí llevó a cabo el santo dominico fueron más que su­ficientes para que se le prestara atención.

Los dos hermanos se sintieron llamados con igual fuerza por su vocación religiosa. Pero mientras que Vicente escogía la fuente dominica volcada en el uso de la palabra, Bonifacio ingresaba en el silencio profundo de la cartuja que sería modelo para otros monasterios de esta regla en la Península. De ahí que su memoria se invocase de manera continua. La palabra fue en cambio la gran dimensión vicentina. Sus sermones duraban a veces más de una hora, pero lo notable en ellos era que, como si se tratara de un escenario, el predicador imitaba los signos y modos de los actores. Ahí estaba el mensaje: la realidad no se conforma con una mera descripción; ha de acompañarse también por el sentimiento.

A los dos hermanos correspondió vivir en el tiempo difícil del Cisma de Occidente que sería el enfrentamiento entre dos modos nominalista y racionalista de presentar la doctrina cristiana. Apoyando a don Pedro de Luna, aragonés, que había recibido legación sobre toda la Península, ellos estrecharon relaciones con él ya que las afinidades familiares eran estrechas. Y de allí surgió una de las bases para el futuro de la Monarquía española que es resultado de la Unión de reinos de la Corona del Casal de Aragón. El cristianismo obediente a la autoridad de Roma tenía que ser unificador de aquella reconquista cuya última etapa estaba iniciando el infante Fernando, regente de Castilla, al que por esta razón se califi­cará «de Antequera». Ahí la estrecha dependencia con esas dos personas. Ahí está la clave de los tres aciertos.

En 1391 se produjo partiendo de Sevilla, la onda brutal del antisemitismo. Centenares de muertos, millares de fugitivos y también receptores sin convicción del bautismo a fin de salvar su vida. De Europa venía una propuesta de solución que ya Inglaterra, Francia, Napoles y otros reinos habían asumido. La judería de Valencia fue una de las destruidas. San Vicente no estaba allí. Permanecía al lado del rey convenciendo a este y a don Pedro de Luna, convertido ahora en Papa Benedicto XIII, de que la violencia debía ser castigada y que el judaísmo debía ser tolerado e instruido has­ta conseguir la correcta solución mandada por Inocencio III: el voluntario reconocimiento de la verdad, pero desde el libre albedrío y como culminación de la fe. Logró de Martín de Aragón, Benedicto XIII y Fernando de Antequera que en 1412 se otorgaran leyes en Ayllón aplicables a todos los reinos en que, con cierto rigor, se renovaba el reconocimiento de la nación judía. Aunque estas leyes se suspendieron al restablecer la unidad de la Iglesia sirvieron de precedente a un sobrino de don Pedro, ahora Álvaro de Luna, valido en Castilla para redactar el convenio que debiera haber servido de ejemplo a toda Europa y no al error de 1492. Los judíos eran una nación dentro de otra amparada por las leyes y con la esperanza puesta en el retorno a la tierra de Israel.

Esta fue una de las contribuciones esenciales del Santo. La segunda desde luego no podría gustar hoy a Puigdemont. Muerto sin hi­jos Martín el Humano (1410), Vicente y Bonifacio volcaron todos sus esfuerzos en cumplir los deseos de la Generalidad: mantener a toda costa la unión de reinos. Vicente y Bonifacio fueron dos de los nueve encargados de renovar la legitimidad en Caspe. Con toda lógica defendieron la candidatura de su querido amigo Fernando que por línea femenina ocupaba el primer lugar dentro de la dinastía. Y así Caspe, abriendo las puertas a los Trastámara, prepararla para Fernando el Católico, nieto del de Antequera, esa unidad de la Mo­narquía que constituye España. La que ahora los separatistas se proponen destruir para tornar a la atomización de los taifas.

Tercera y todavía más importante decisión. Segismundo el emperador que estaba poniendo fin al Cisma en el Concilio de Constanza viajó a Cataluña para entrevistarse con Fernando y con su hijo Alfonso. Había que devolver a la Iglesia su unidad. Y entonces fueron los Ferrer quienes impusieron a Luna el sacrificio de renunciar. La amistad a la persona fue sacrificada ante el retorno de la Iglesia a la unidad. Una lección que muchos deberían aprender en nuestros días: lo que importa no son las características de la individualidad, sino el bien que a todos afecta.

Ahí está la lección ferreriana para nuestros días: en la cumbre Europa que estaba significada entonces por el retorno a Europa; por debajo de ella, las cinco naciones, una de las cuales era España; luego el reconocimiento de las entidades regionales. Y, por último, la libertad religiosa que permite a la persona humana elevar sus miradas hacia todo lo alto para el encuentro con Dios. Un tema para meditar en este año dedicado a su memoria.