Opinión
Parálisis de ideas
Aunque J. Maynard Keynes nunca fue laborista, de hecho era miembro del Partido Liberal, su análisis económico sirvió de guía espiritual a la socialdemocracia europea y estadounidense durante buena parte del siglo XX.
En el extremo opuesto estaba F. Von Hayek, precursor de la escuela austriaca, cuyas aportaciones han supuesto la columna vertebral del liberalismo radical.
En realidad, ambas visiones económicas perseguían lo mismo, salvar el libre mercado de las fluctuaciones que lo pudieran desestabilizar.
En política, la izquierda aprovechaba el intervencionismo keynesiano del Estado y la derecha se oponía defendiendo la minimización de los poderes públicos en la economía.
La crisis del 29 y la Segunda Guerra Mundial fueron dos hitos que hicieron surgir y alcanzar la hegemonía del pensamiento económico intervencionista. W. Churchill perdía las elecciones, después de haber ganado la guerra, por una sola razón: la sociedad quería Estado y la tutela que representaba y el entonces Premier prometía lo contrario.
La aparición de las dictaduras comunistas hizo que la intervención keynesiana fuese el armazón con el que la socialdemocracia construyó un modelo alternativo, al mismo tiempo, al comunismo y al capitalismo despiadado que había provocado las grandes crisis. Por su parte, la derecha política no tuvo más remedio que asumir el Estado de Bienestar si quería combatir electoralmente para aspirar a gobernar.
Los años dorados del socialismo democrático acabaron cuando, en 1973, Oriente Medio, a través de la OPEP, destroza la economía mundial con la subida del precio del crudo. Las teorías keynesianas no pudieron explicar lo que sucedía y empezó la hegemonía del paradigma neoliberal.
Desde entonces, hasta hoy, el pensamiento neoliberal es intratable en el debate. Con diferentes matices, desde M. Friedman y los monetaristas clásicos, hasta la nueva escuela de Chicago, pasando por Lucas, Sargent, Kydland y Prescott y Barro, las teorías más anti Estado han triunfado intelectualmente.
Las consecuencias son inmediatas en la vida política. Los neocon golpearon con fuerza con los puños de la Sra. Thatcher y del Sr. Reagan y la izquierda poco a poco asumió postulados liberales, porque después de Keynes no ha habido nadie tan relevante como para describir un modelo alternativo.
El problema actual de los partidos clásicos es que ser de izquierdas o de derechas es una cuestión más emocional que de sustrato teórico-económico de fondo. La diferencias se han disputado en los últimos 30 años en la posición ante el ecologismo, el feminismo o el medioambiente, cuestiones relevantes socialmente, pero no identitarias del debate en el eje derecha-izquierda.
Con la crisis, surgió otro eje de confrontación, los de arriba frente a los de abajo, con ello han emergido populismos de la catástrofe, como Podemos, pero la sociedad no aspira a los profetas que anuncian el fin del mundo.
Liderará la política quien sea capaz de encontrar los mimbres para fusionar ideológicamente el eje clásico derecha-izquierda con dos nuevos ingredientes.
El primero de ellos afecta a la izquierda sensata y, en especial, al socialismo democrático: la socialdemocracia necesita un nuevo Keynes o perecerá. El 73 acabó con Keynes, pero el 2008 no acabó con los neoliberales porque no había alternativa.
El segundo se refiere a un nuevo eje de contraposición: frente al Sr. Trump y su «recuperación de la América que un día fuimos» y el Sr. Macron y su «todo depende de ese esfuerzo que llamamos trabajo. En este mundo nuevo, cada uno debe encontrar su lugar», estoy convencido de que la sociedad quiere ganar el futuro. Algunos miran al Sr. Rivera, pero qué más quisiera él que parecerse al Sr. Macron. Tampoco la socialdemocracia debe aspirar a ser Macron, porque es otra cosa. Lo malo es que el PSOE vive en parálisis ideológica.
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