Opinión

El viaje

Escribo en un taxi, camino del JFK, destino Nueva Orleans. Vienen los Reyes, al 300 aniversario de la ciudad del jazz, y a San Antonio, que también cumple años, y a Washington DC, a entrevistarse el martes con el Shrek rubio de la Casa Blanca. Si el despiste y la dislexia no me marean en exceso juraría que los acompaña el ministro de Asuntos Exteriores, Josep Borrell. Me pregunto si para cuando aterrice la delegación española, algo que ya habrá sucedido cuando ustedes lean esto, estaremos en ciernes de añadir a la agenda del señor Borrel futuros viajes junto a los diplomáticos diplomados de Diplocat.

Que reabre sus sedes y proyecta otras tantas para ayudar a difundir la nunca suficientemente rematada Leyenda Negra. Una estupenda noticia anunciada en rueda de prensa por Maragall. Hermano de aquel que teorizaba sobre el fino encaje de los catalanes, o sea, de los catalanes nacionalistas, en el siempre incómodo pero humillado sofá español. Este Maragall, menos socialdemócrata en la suerte de encarar titulares, más brusco, habla de ganar, de omertà, de enfrentamiento, de la UE como una agrupación de Estados que trabajan contra Europa, del injusto 155 y de los inmediatos planes de reactivación de la ofensiva. Y yo, caminito de NOLA, recuerdo aquella histórica mañana del otoño de 2017. Cuando Borrell, encarado a la tarima de la manifestación, ondeó la bandera de España y la Unión Europea, y todos creímos, en un instante de embrujo o delirio, que todavía era posible una izquierda reactiva a las miserables tartuferías del nacionalismo.

A la compraventa de afectos y votos que los teóricos de la xenofobia blanqueada practican con gran éxito desde hace décadas. A la entrañable aceptación de que en nuestro país todo lo que no sea o signifique España, por aldeano y sentimental que resulte, por racista y romántico, recibe el aplauso de una progresía profundamente reaccionaria. Buen momento, este viaje a orillas del Mississippi, para indagar en el sistema de señales de un ministro con una misión cuando tan empinada como la de explicar a los amigos extranjeros que en España la democracia llegó hace 40 años y la Constitución con ella y con el voto afirmativo del 90% de los catalanes. Y que la vida española, por triste que resulte aceptarlo, se asemeja muy poco a los viejos relatos de Hemingway en los que todavía bailan nuestros adolescentes corresponsales extranjeros.