Opinión

La salud del Estado

La comparación del gobernante con un médico que sabe comprender la situación merced a los síntomas y atajar la enfermedad antes de llegar a un fatal desenlace es una de las más antiguas metáforas estructurales que concierne a la política. Hay que recordar que en la antigua Grecia el surgimiento de la teoría política en torno a la democracia se relaciona con el vocabulario médico. No otra cosa es el leitmotiv de la «isonomía», que se suele traducir un tanto erróneamente por «igualdad ante la ley» cuando en origen hacía referencia al equilibrio proporcionado de los humores en el cuerpo. Como dice Susan Sontag en su imprescindible libro «La enfermedad y sus metáforas» (1978), «la preocupación más antigua de la filosofía política es el orden, y si es plausible comparar la polis con un organismo, también lo es comparar el desorden civil con una enfermedad». El equilibrio político, por ende, implica evitar el exceso, según las reglas hipocráticas, para mantenerse lejos de las crisis –otra palabra médica–, usando una «diaita», o régimen de vida, adecuado y siguiendo una serie de aforismos técnicos.

La comunidad como «cuerpo político» implica que la enfermedad más temida sea el cáncer de la «stasis», o guerra civil, que hace que las partes se destruyan unas a otras. En la filosofía política de Platón se ve la pervivencia de la medicina hipocrática, como ha mostrado inteligentemente «El legado de Asclepio» (2016), de Jorge Cano, sobre todo en la idea de que es preferible prevenir a curar: gobernarse moderadamente con dietas políticas antes que tener que recurrir al cirujano. Las metáforas médicas de Platón se refieren a la doble perspectiva, individual y colectiva, que informa toda su reforma política en la idea de la moderación: «Si alguien olvida la recta medida y da fuerzas demasiado grandes a cosas pequeñas –velas a los barcos, comida a los cuerpos, poder a las almas– entonces todo se trastorna y, por el peso de la desmesura, van unas a la enfermedad y otras... a la injusticia» (Leyes, 691c). El buen estadista previene mediante la observación sagaz, mientras que el malo a menudo ha de acudir a la brutal cirugía de las armas: «La guerra, civil o no, nunca es el mayor bien..., sino la paz común... Pongamos un hombre que dijera que el cuerpo humano está mejor cuando enferma y necesita purga, olvidando que existe un estado en el que el cuerpo no necesita cura alguna. Igualmente, en lo que concierne al bienestar del Estado...» (628d-e).

En el Medievo, Juan de Salisbury utiliza el símil de la naturaleza orgánica del Estado, que se difundirá en el pensamiento político posterior, como el de Marsilio de Padua, médico él mismo, o Nicolás de Cusa. Es usual la comparación del Estado con un cuerpo cuidado por una mente ordenadora, ya situada en su cabeza o ya externa, que cuida de la armonía de sus partes. La analogía del rey como «cabeza del Estado» y la idea de su «doble cuerpo», según la teoría de Kantorowicz, fue esencial para la teología política del medievo. No solo en la filosofía política occidental tendrá esta metáfora enorme relevancia, pues ya Al-Farabi o el indio Sukura la utilizan. La modernidad que inaugura Maquiavelo (1513) hereda estas ideas cuando afirma que el príncipe debe «no solo preocuparse de las dificultades presentes sino salir al paso de las futuras..., [pues] el remedio es difícil cuando la enfermedad se ha hecho incurable. Sucede aquí lo que dicen los médicos de las fiebres hécticas, que al principio son fáciles de curar y difíciles de conocer y cuándo pasa el tiempo ... resultan fáciles de conocer y difíciles de sanar. Así son las cosas del gobierno». Otros autores, como Giovanni Botero (1591), hablan de la crisis política como si fuera médica, como hace también Montaigne, abundando en la idea de que la política debe ser una ciencia profesionalizada, como la medicina, cuyas reglas se puedan reducir a aforismos.

Pero esta metáfora, con su asimilación de la nación a una corporación, se desarrolló sobre todo en el pensamiento político que lleva a la monarquía parlamentaria, en torno a la revolución inglesa del XVII. Occidente está marcado por los epígonos parlamentarios de Platón: Hobbes se refiere al Estado como «un hombre artificial» y Rousseau discute la sede de la soberanía del cuerpo político según los distintos poderes del Estado. De ahí a las más modernas teorías constitucionales o totalitarias en el siglo XX la evolución es apasionante y muestra la analogía clásica entre desorden político y enfermedad y la variedad de tratamientos para restaurar el equilibrio justo. Como arguye Sontag, en suma, todos suelen tener en común cierto optimismo en el pronóstico: rara vez muere el paciente-Estado. Aunque pudiera darse, como vio la historiografía clásica en la larga agonía de la Roma antigua.