Opinión
Cambiar de rumbo ante la desaceleración
La economía española se desacelera y además lo hace a un ritmo mayor que el pronosticado por el Gobierno. Así acaba de constatarlo el Banco de España en sus «proyecciones macroeconómicas de la economía española para el periodo 2018-2021». El organismo gobernado por Hernández de Cos avanza que, durante el presente año, nos hemos expandido una décima menos de lo esperado por el Ejecutivo (un 2,5% frente al 2,6%) y que, a partir del año que viene, continuaremos por esa senda descendente hasta crecer apenas un 1,7% en 2021: la mitad de lo que llegamos a expandirnos en el mejor momento de la recuperación. Conforme los vientos de cola (petróleo, tipos de interés, recuperación internacional) se han ido agotando, nuestro país va regresando a su ritmo de crecimiento potencial, que no es el 3% al que nos habíamos acostumbrado durante los últimos años sino el 1% que ha estimado el propio Banco de España. Tan minúsculo porcentaje, 1%, no sólo enfriará la mejoría de nuestros estándares de vida sino que también frenará inevitablemente nuestra capacidad para generar empleo. De hecho, y esto es lo particularmente más desolador de las proyecciones del Banco de España, la tasa de paro a finales de 2021 se ubicará en el 12,2% frente al 14,6% actual: es decir, en tres años apenas experimentaremos una caída de 2,4 puntos. Contrastemos semejante estancamiento con la positiva evolución que experimentó nuestro mercado laboral en los últimos cinco años: desde finales de 2013, España había conseguido reducir su tasa de paro en 11 puntos porcentuales (desde el 25,7% al 14,6%): una media de 2,2 puntos por año... casi tanto (por año) como lo que ahora el Banco estima que mejoraremos en el conjunto de los tres próximos años. La parálisis es, por consiguiente, una evidencia para todo el mundo, lo que debería llevarnos a reflexionar sobre el muy necesario cambio de rumbo al que tenemos que someter a la economía española. No podemos seguir viviendo de las rentas del crecimiento pasado, sobre todo cuando ese crecimiento pasado se sustentaba más en impulsos externos que en fortalezas internas. O expresado con otras palabras: debemos dejar de asfixiar regulatoriamente a la economía española y hemos de retomar la iniciativa liberalizadora. El camino no ha de ser el de un Gobierno que se lanza a aumentar el salario mínimo (que, según el mismo Banco de España, provocará que dejen de crearse 150.000 empleos sólo en 2019), o a disparar las cotizaciones sociales (que no hacen más que encarecer la contratación para seguir alimentando un sistema de Seguridad Social en bancarrota) o a derogar la reforma laboral de 2012 (que contribuye a que nuestra economía siga creando algo de empleo aun cuando crezca por debajo del 2%). No, el camino ha de ser el de un Gobierno que flexibilice mucho más las relaciones laborales y que reduzca la fuerte carga fiscal que recae sobre el trabajo y más empresas: atraer la inversión en lugar de ahuyentarla; generar riqueza en lugar de expropiarla. Si lo hacemos, compensaremos parte de las actuales tendencias bajistas, es decir, tenderemos a elevar nuestro crecimiento potencial por encima del 1%; si no lo hacemos y, por el contrario, continuamos hiperregulando y subiendo impuestos, ahondaremos estérilmente en esas tendencias bajistas. ¿Se dará el Gobierno finalmente por aludido o seguirá sacrificando el futuro de nuestra economía en el altar de su demagogia electoralista?
No son 90.000 millones
Una de las campañas de propaganda iniciadas por Podemos durante esta semana ha sido la de cifrar el coste de la corrupción española en 90.000 millones de euros anuales. Tal guarismo procede de un informe del Parlamento Europeo, lo que parece otorgar cierta credibilidad al manido argumento podemita de que «si elimináramos la corrupción de las instituciones, dispondríamos de suficiente dinero como para revalorizar las pensiones y revertir todas las políticas de austeridad aplicadas durante los últimos años». Pero se trata de unas cifras tramposas: esos 90.000 millones son los costes de la corrupción para el conjunto de la economía... no para la hacienda pública. Es decir, con menos corrupción (pública y privada) España sería 90.000 millones más rica, sí, pero las administraciones públicas no dispondrían de 90.000 millones más para gastar. Podemos vende humo.
¿Se enfría la guerra comercial?
Después de que Estados Unidos anunciara que retrasará hasta el 1 de marzo de 2019 la implantación de nuevos aranceles sobre las importaciones chinas, el Gobierno de Pekín acaba de comunicar que rebajará del 40% al 15% sus aranceles contra la importación de vehículos estadounidenses a partir de 1 de enero del próximo año. No se trata, de momento, de un gran logro para la administración estadounidense: China incrementó esos aranceles (del 15% al 40%) en julio de este año como represalia contra el primer rearme arancelario de Estados Unidos. Por consiguiente, apenas hemos regresado parcialmente a la posición de partida en la que nos encontrábamos antes de que Trump iniciara su guerra comercial. Todavía falta avanzar mucho antes de que podamos afirmar que todo esto ha servido para algo. De momento, seguimos más o menos cómo estábamos.
Devolvamos el impuesto al diésel
Macron quiso elevar todavía más la fiscalidad que recae sobre los hombros de los franceses con un impuesto al diésel y la jugada le ha salido bastante mal. Los chalecos amarillos tomaron las calles de Francia y finalmente tuvo que rectificar. Sucede que el impuesto al diésel, y en general a los combustibles fósiles, puede ser una medida que tenga sentido para combatir el cambio climático: pero desde luego no la tiene como mecanismo recaudatorio adicional para el Estado. Si de encarecer el uso del diésel se trata (para así reducir nuestro consumo de combustibles fósiles), lo que deberíamos hacer con la recaudación de este tributo es devolvérsela a la población en forma de un cheque por ciudadano. Es la medida que piensa aplicar Trudeau en Canadá y que de momento le está generando menos quebraderos de cabeza que a Macron.
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