Opinión
Vizcaya y Madrid frente a Cataluña y Asturias
Formalmente vivimos en un Estado de las autonomías donde cada administración regional goza de competencias para regular diversos aspectos de su propia organización: entre ellos, las normas tributarias que regulan tanto los tributos propios (aquellos que crea expresamente cada autonomía: por ejemplo, los relacionados con el medioambiente y el juego) o los impuestos cedidos (Patrimonio, Sucesiones y Donaciones, ITP y AJD, o el tramo autonómico del IRPF). En la práctica, sin embargo, los diversos gobiernos regionales rechazan diferenciarse demasiado en materia impositiva porque nuestro sistema de financiación autonómico penaliza a aquellas administraciones que bajan impuestos (las cuales han de seguir aportando al fondo común tanto como si no los hubieran recortado) al tiempo que bonifica a aquellas que los suben (las cuales siguen recibiendo del fondo común tanto como si no los hubieran incrementado).
Pero incluso con estas restricciones y distorsiones artificiales –que cualquier reforma medianamente sensata del sistema de financiación autonómico debería tratar de revertir– es posible observar dentro de nuestro Estado de las autonomías distintos modelos de fiscalidad: no son lo mismo, por ejemplo, Asturias o Extremadura que Madrid o Álava. Son estas diferencias en la estructura impositiva de las distintas regiones españolas las que pretende medir el llamado «Índice Autonómico de Competitividad Fiscal», elaborado cada año por la Fundación para el Avance de la Libertad en colaboración con la Unión de Contribuyentes. En la edición de 2018, recientemente publicada, sobresalen dos grandes conclusiones.
Primero, las tres regiones más fiscalmente competitivas de España son Vizcaya, Álava y la Comunidad de Madrid: las tres se caracterizan por una baja fiscalidad sobre la riqueza y sobre la renta, al menos en términos comparativos con el resto del país. Madrid, por ejemplo, no tiene Impuesto sobre Patrimonio, ha bonificado al 99% el Impuesto sobre Sucesiones entre familiares y ha rebajado los tramos autonómicos de IRPF. Segundo, las tres regiones menos fiscalmente competitivas son Cataluña, Asturias y Aragón: nuevamente, las tres se caracterizan por una alta fiscalidad sobre la riqueza y sobre la renta. Por ejemplo, Cataluña no sólo mantiene sangrantes impuestos de Patrimonio y Sucesiones, sino que también perpetúa importantes brechas en los gravámenes del IRPF: las rentas más bajas pagan un IRPF tres puntos superior en Cataluña que en Madrid (21,5% en Cataluña frente al 18,5% en Madrid); y, asimismo, las rentas más altas soportan un IRPF 3,5 puntos mayor en Cataluña que en Madrid (47% frente a 43,5%).
No se trata, como decíamos, de diferenciales abismales –pues las administraciones territoriales no cuentan con suficiente autonomía fiscal para ello–, pero sí de dos modelos claramente opuestos en sus intenciones de fondo: un modelo que trata de extraer tantos recursos de la ciudadanía como le sea posible frente a un modelo que intenta que tales recursos permanezcan en el bolsillo de esos ciudadanos. Es responsabilidad de cada gobernante determinar en cuál de esos dos grupos quiere ubicar a su región: si entre las autonomías más fiscalmente competitivas de España o entre las más fiscalmente rapiñadoras.
En este sentido, y dado que nos encontramos en plenas negociaciones para conformar el nuevo Ejecutivo andaluz, los partidos que aspiran a renovar la Junta deberían tener muy presente que Andalucía necesita de un cambio profundo en muchos apartados, incluyendo el tributario. En la actualidad, se trata de la decimotercera autonomía menos fiscalmente competitiva de España debido a su mala configuración de la escala autonómica del IRPF y, sobre todo, a la multiplicidad de impuestos propios creados expresamente para castigar a la ciudadanía andaluza. ¿Aspirarán PP, Ciudadanos y Vox a acercarla a Vizcaya, Álava y Madrid o, por el contrario, se contentarán con que permanezca en el pelotón anticompetitivo de Cataluña, Asturias y Aragón?
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